Arte, Nueva York y mercado negro. Una prestigiosa casa de subastas, una restauradora minuciosa y culta, la obra maestra de Velázquez trasladada a Manhattan de manera clandestina… El principio de Blanco de plomo pinta misterioso. Como el escenario, tan inquietante como sofisticado. Stella da Silva es un alma libre que ama trabajar de noche en uno de los talleres blindados de Claiborne’s. Gran conocedora de las técnicas, los pigmentos antiguos y la alquimia de su elaboración, la conservadora de arte se sumerge en su profesión mientras la ciudad descansa.
El título también resulta evocador, pues hace alusión a un pigmento tóxico, utilizado desde la antigüedad clásica para obtener distintas tonalidades de blanco. El uso de otros pigmentos igualmente nocivos para la salud —verde de Scheele, elaborado con arsénico o el violeta de cobalto, formado por óxidos y sulfuros— y el propietario de la única tienda neoyorkina donde conseguirlos despierta la curiosidad y añade cierta dosis de intriga.
Hasta ahí el interés. A partir del capítulo II, la novela se vuelve infumable.
Dicen que cuando el protagonista de una historia te parece estúpido, lo más probable es que tampoco la novela encaje en tus perspectivas. Aunque no es del todo cierto —textos impecables sobreviven sin problemas a la imbecilidad de sus héroes—, esto es precisamente lo que me ha pasado con Stella da Silva: me resulta imposible identificarme con ella en ningún aspecto. La heroína dura e inteligente de las primeras páginas pronto se desvanece entre los delirios de un personaje inverosímil y con muy pocas luces. Es descuidada, inconsciente, desordenada y se mete en berenjenales innecesarios. La pobre Stella es incapaz de dar un paso sin retroceder tres, además de exponerse a violentos enfrentamientos con asesinos a sueldo de la peor calaña y gran envergadura de los que, curiosamente, siempre sale bien librada. Ella sola: delgada, físicamente débil y un nivel de astucia minúsculo.
Pero es que la trama es tan absurda como ella, la narración aburrida, deshilada, salpicada de seres surrealistas y un supuesto sentido del humor que yo no he llegado a captar. La deslavazada aventura policial de Stella resulta forzada, poco congruente; las escenas de acción parecen embutidas a presión. Tampoco el resto de personajes destacan. Son planos incluso los habitantes del mundo del hampa donde transcurre gran parte de la obra. Ni convencen ni sorprenden.
David Foster Wallace dijo de Susan Daitch que es “una de las escritoras estadounidenses más inteligentes y minuciosas de la actualidad”. Tal vez otras obras suyas —cuatro novelas y narrativa breve— corroboren la opinión del escritor suicida. Personalmente, no tengo muchas ganas de comprobarlo. Al menos por ahora.
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Blanco de plomo. Susan Daitch. Traducido por Miguel Ros. Siruela. ISBN:978-84-17151-08-9