Podría invadirme una profunda decepción. Los cuarenta no son nada. Nada nuevo. Ayer, hoy, mañana. Esperaba una señal, un cambio, un viraje significativo, un pelo gris, por ejemplo, para poder negociar con los de cabeza gris de tú a tú sin que me tomen por niño, o esperaba de pronto comprender los extraños mecanismos del ser para poder afrontar el resto de la vida con mayor condescendencia y paz, o la capacidad de comprender algunas de las cosas que se murmulla Punset al cuello y que sólo América Valenzuela sabría sin duda explicarme aunque nunca le pregunto, por no molestar.
Esperaba, no sé, empezar por un diferente y respetuoso saludo del conserje de mi urbanización, pero me ha saludado con la misma atención y respeto de siempre, que es mucho y es con todos. O, en la misma medida, una llamada del Presidente del Gobierno -entrante o saliente, igual daba- celebrando mis cuarenta años de supervivencia y animándome cálidamente a trabajar por el futuro, el mío, el de España, otros cuarenta más que la cosa está muy fea y que ni sueñe con que sólo me quedan veinticinco para la jubilación. Esperaba que por ser para mi, hoy se hubiera levantado el Manzanares vuelto y en un recodo levantara medio metro al menos, para hacerme unas risas con la tabla y salir en el telediario. Esperaba un espacio en un banco del parque con mi nombre, una calle, un cielo anunciador, un milagro, la implacable necesidad de comprarme el deportivo rojo descapotable, la paz mundial de pronto, una pensión vitalicia... yo qué sé. Lo que fuera, cualquier cosa por absurda que pareciera pero que distinguiera un evidente antes y después, un ignoto símbolo para tan significada fecha. Pero nada ha pasado. Nada nuevo, vamos, sólo un profundo sueño por el agotamiento de una semana gloriosa de trabajo y un despertar más allá de las tres de la tarde como cuando con veinte años, hace veinte años, salía hasta las tantas de la mañana, pero sin salir. Esperaba que de pronto -y de porrazo- como poco me saliera la cuarta arruga o pata de gallo, por aquello de tener una por decenio. Pero ni eso. Así, de golpe, nada nuevo bajo el sol. Ni sol.
Mis recién estrenados cuarenta son iguales a mis 39 de ayer o antes de ayer. Yo me siento igual o me sentiría igual sin no fuera por esta luna de insomnio. Pero los que sin duda no han sido iguales, ni mucho menos, han sido estos meses, el preparatorio, la presión ante la inminente llegada, la emoción ante la "madurez", las carreras, las dudas, el vértigo de lo desconocido, el aprender... la lista de cosas por hacer antes de los cuarenta. Me lo ha venido a recordar mi hermano y le ha faltado un "con el coñazo que has dado" que se ha debido guardar porque es un tipo elegante al fin y al cabo y hasta me tiene cariño. Y tendría razón porque, mira, ya está. Cuarenta. Ea. Y no ha pasado nada. Nada especial, nada distinto, nada se ha roto, nada ha brotado espontáneamente de mi. Pero ahí está la lista, interminable, creciendo, reconvertida a la de cosas que hacer antes de los cuarenta ochenta. Y esa lista es importante. Lo es. Porque lo bueno de los cuarenta, lo bueno de este primer lunes es que como poco, como muy poco, tengo media vida por delante. Media vida para lo que sea. Y puedo hacer con los próximos cuarenta, desde ya, lo que me de la gana. Básicamente aprovecharlos. Life looks good.
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