When I was seventeen, el único referente de la autoridad, del orden y de la ley era mi padre. No me interesaban los periódicos, ni las noticias, ni por supuesto la política. Consumía Tentes, videojuegos y películas, tebeos, mis primeras maquinitas, el Donkey Kong y algunos libros de obligada lectura de instituto, hacía atletismo porque aquello gustaba a las chicas. Y andaba a vueltas con los amigos, con las amigas, con el amor y la efervescencia del sexo adolescente, la moda, mi primer blazier y la singular importancia de mi flequillo.
When I was twenty-one, había descubierto el diseño y estaba inmerso en mis primeros trabajos profesionales, identidades corporativas, folletos, al tiempo que terminaba la pequeña carrera de cuatro años de grado medio por la que había abandonado toda idea de estudiar Filología Inglesa y emprendía el proyecto de fin de carrera. Había conocido a una mujer maravillosa con la que deseaba pasar el resto de mi vida y mi flequillo había desaparecido. Devoraba libros de diseño, y alguna novela, pero toda autoridad, orden y ley se concentraban en el camino del éxito que uno se traza mientras estudia: los sueños. Tuve mi primer ordenador, un Apple LCIII y aprendía a manejar el freehand y el photoshop al tiempo que experimentaba con el QuarkXpress, las tipografías y los cromas. Por supuesto la política no me interesaba, ni la prensa. Ni la literatura.
When I was thirty-five ya se había despertado en mi la curiosidad por la ciencia, leía y aprendía cosas de programación, de física, de matemática que he olvidado, empecé a estudiar japonés y devoraba toda la literatura que caía en mis manos. Me sentía querido y amaba, y ya había pasado por todos los capítulos dolorosos que uno cree puede pasar por la vida. Vestía ya mis chaquetas, mantenía ya mi pelo controlado y cuidaba mi aspecto con gran coquetería. Para entonces la autoridad era la autoridad, la ley la ley, Hacienda Hacienda, la Seguridad Social la Seguridad Social, y los políticos aquellos señores que decidían gran parte de mis obligaciones, de lo que yo tenía que entregar al Estado de mi trabajo, aquellos que decidían lo que podía y no podía hacer, el cómo, el cuando, el donde de gran parte de mi vida. Aquellos que habían decidido que mi sexo de varón me incapacitaba incluso para una custodia compartida. Y en mi búsqueda laboral ya me había enfrentado a un político que ante la posibilidad de adjudicar a mi estudio una campaña me preguntaba "¿y yo que gano?", y la respuesta de "¿la satisfacción de un buen trabajo?" que me dejaba fuera de concurso. Para entonces ya me interesaban las noticias, las locales, las nacionales, las que me afectaban. Y ya leía la prensa casi todos los días.
Ahora que he pasado los cuarenta y mi estilo está tan definido que resulta tan cómodo como monótono, compro todos los meses Esquire para intentar devorarlo entero, últimamente sin éxito, vivo entregado al trabajo y la prensa se me queda pequeña, las noticias son muchas, muchas confusas, muchas escasas, muchas anecdóticas, la opinión difusa, dispersa, el debate. No me bastan ya los titulares, ni los breves de los diarios en internet, tengo la sensación de que me falta información de casi todo y me resisto a creer que todo político es Francis Underwood, porque no todos pueden ser tan malvadamente hábiles y manipuladores sino todo lo contrario.
Ahora que tengo todo el interés la información de la mayoría de los medios me resulta incompleta, o quizás espero más o necesito más, de aquí, de allí, de todas partes, pero sigo leyendo el periódico, el de papel, en su busca, cada mañana, para mantenerme lo más al día posible, al menos tan al día como el resto. Y un café, y una barrita con aceite y tomate, gracias.
It was a very good year, de Ervin Drake, en la voz de Sinatra, o en la guitarra de Wes Montgomery, incluso en el dueto de Robbie Williams. Porque hay cosas a las que te lleva la consciencia de la edad y que sólo toman gusto con los años, como la música clásica, como los periódicos.