El año que estuve en el Císter, mi adolescencia no era más complicada que la de cualquiera, ni más profunda, ni más dura, ni menos, ni distinta. En realidad nada me faltaba, todo lo ansiaba.
Llegué al otro mundo llorando. Tenía 16 años y dejaba al sur mi vida, toda la vida que conocía, mis amigos, una chica, mis zonas de juego, mi colegio, planes de futuro. Tenía 16 y la tierra a la que llegaba era gris, verde, verde, gris. Llovía. Bajamos el puerto de Pajares lloviendo, llegamos a Oviedo lloviendo y lloviendo entramos a la nueva casa en olor de humedad. Dejé de llorar a los dos días, tardaría más en sentir allí mi hogar, tanto como el que me duró la tristeza.
El uno de enero de mis 17 años, sumido en esa cada vez más profunda tristeza, mi padre me llevó a la Abadía Cisterciense de Santa María de Viaceli, en Cóbreces, Cantabria, y me hospedó allí con los monjes de Císter. Llegué para quedarme seis días, hasta Reyes. El segundo, ya de mañana, le llamé y le pedí que viniera a buscarme. La primera media hora la había pasado observando incrédulo mi celda, blanca, tocando una gruesa manta de las que pican, sentado en la pequeña mesa, mirando el paisaje. Luego me enseñaron cómo se hacía un queso de barra y me dieron un paseo guiado por la Abadía, la biblioteca, y el resto fue una sucesión de horas vacías sin más que hacer que la contemplación del mundo, de la vida, del aire. Y maitines, laudes, vísperas, en Gregoriano. Y suena bien, si no eres un adolescente fuera de lugar.
El cuatro de enero mi padre y mi tio Pepe vinieron a recogerme y nos fuimos a comer a las Caldas del Besaya antes de volver a Asturias. En la comida sólo la intervención de mi tío salvó a mi padre de la asfixia de un trozo de pan. Mi tío era una fuerza de la naturaleza, lucía esa calva característica de mi abuelo José 'el panadero' que heredaron sus tres hijos y algunos nietos. Era hermano de mi padre y mi padre hermano suyo, no cabía duda, pero tenía un cuerpo armado al estilo Tarzán de Weissmüller. Y era bueno. Y alegre. Y cariñoso. Y bueno. Así lo recuerdo. Así me gusta recordarle. Se puso tranquilamente tras él y le apretó con fuerza el esternón hasta que respiró.
Aquel cuatro de enero de mis 17 años por huir de mi particular destierro de horas vacías -pensé- casi pierdo a mi padre. Me culpé, lloré y esa mano suya que me ha protegido desde la infancia me cogió del hombro y me tranquilizó. Aquel día comencé a ver hermoso el nuevo mundo incluso bajo un cielo permanentemente gris, verde, ocre, húmedo, incluso en la lluvia. Aquel día, en aquel susto y colofón. Porque tenía mucho que perder, mucho que ganar, mucho que vivir. Y al comprenderlo, recuperé una felicidad similar a la de la inocencia.
Life looks good.