En el salón de casa, en Madrid, de entre los pocos marcos que decoran las paredes, hay tres que significan más de lo que valen. Tres collages que no tienen demasiado tiempo, ni valor alguno, que no tienen aparentemente más firma que la de una noche de insomnio. Tres que están llenos de sueños y recuerdos. Los tres marcos que hoy los conservan estuvieron vacíos varios meses hasta que les llegó su día.
De la pila de revistas que estaban a punto de acabar en la basura salieron primero un montón de páginas con escenas. De las escenas algunos trozos, un mar, un ciprés, unas rocas, un cielo, unas flores. De los trozos tres nuevas escenas, una panorámica completa, un tríptico. El resto siguió sus pasos, los de los tacones y complementos impresos, los despojos de un momento y una tendencia, de los bazares imposibles, el reciclaje.
En la pared frente a la que trabajo cada día de los diez u once meses que estoy cada año en Madrid están alineados los tres cuadros, la playa, el ciprés, las rocas que cierran el paisaje. Surgieron por sí solas de entre unos dedos que debían estar aquella noche a las órdenes de algo que se sitúa en el opuesto a la consciencia donde están los deseos y los sueños.
Poco después de numerarlos y colgarlos, ver en aquel paisaje el original en que se buscaba cada trozo, el cachón, las casas blancas, las begonias, la larga playa clara, los colores del atlántico, los cipreses de la recta, las rocas del búnker sobre los que se abre la playa de los alemanes.
Sopla poniente desde hace tres días. Ese poniente frío que viene del mar. De pie, con los pies en el agua y todo el vello del cuerpo erizado por la temperatura vino a mi el recuerdo de estos tres collages, el paisaje cifrado. Una gran nube con forma de pluma rasgaba el cielo con todos los colores del arcoiris como jamás antes habíamos visto. Luego pasaron los delfines hacia el Estrecho.
Puede que sea eso, que no pasa nada. O puede que todo esté aquí, que aquí pase todo. Puede que el resto no sean más que días de poniente oscuro y larga espera.