Viene de Praga, dice, todas las primaveras, con su flequillo rubio, un traje de Hugo Boss o un Armani, una pequeña maleta de tránsito Louis Vuitton y una cartera de piel de Loewe. Misma altura, mismo cuerpo, mismo peso, estimo, sin más variaciones que algunas canas nuevas de los últimos años. Huele a un intenso Oud de Aqua di Parma que se mueve entre el pecado del incienso y una intriga interior. Habla un divertido inglés y un perfecto alemán de donde sea que sea allí donde ha nacido y que aunque se esfuerce no comprendo. Me río con su inglés, me deshago por las costuras de las medias con su alemán, me enamora con algunas frases sueltas en francés o en italiano o en portugués. Tiene pocas palabras para su trabajo y muchas curiosas historias sobre la realeza y la alta sociedad de esa centro Europa donde hace sus negocios o en que trabaja o lo que sea que haga con su vida, historias que bien podría haber leído en el avión pero que cuenta como si las hubiera vivido de cerca, con nombres y apellidos y mucha gracia, o al menos a mi me lo parece, claro que una es de risa fácil cuando tiene el pulso tan vivo como elevada la temperatura corporal, cuando una tiene la esperanza de llevarse al que te habla al huerto. Y me quedo siempre así, con una sonrisa y una calentura excepcional.
Hubo una vez que me hizo el amor, y más que resistencia puse mucho de mi parte, pero fue una, tan solo una, que no se repitió y nunca mencionamos. Me llama dos o tres veces cada año, avisando de su llegada en primavera, y cada Navidad por año nuevo, rápida, secretamente, intuyo por su voz y por la prisa con la que me despacha con un beso y un tiengo miuchas ganas de vierte que me arranca primero una sonrisa y luego una necesidad de que llegue pronto la primavera de nuevo, aunque llueva. Alguna vez me llama también llegado o pasado mi cumpleaños, con poco acierto. Me avisa con tiempo, le voy a recoger -a las 7:15, parking B, planta 2, junto a los ascensores, se ríe intentando pronunciar correctamente el nuevo nombre del aeropuerto-, nos vamos directos a algún restaurante del que le han hablado, poco sushi, mucha carne, charlamos, nos abrazamos, paseamos durante horas, nos reímos y si tengo suerte me besa suavemente y me aprieta contra él con mucha fuerza como si quisiera amarme y algo en el universo se lo impidiera, atrapándome un instante con la consciencia de que tiene que desplegar las alas, volver al avión, mátame Universo. Le despido a las puertas del Hesperia, recoge su equipaje del maletero y me sonríe por última vez por un instante desde la puerta, hasta el año que viene. Pero una vez me hizo el amor, tan solo una.
Yo no pregunto por su vida, él no pregunta por la mía, por la privada, ni por los amantes, ni por las parejas, ni por el sexo con otros o con otras, no espero, no espera, y supongo que ambos asumimos que más allá de esa tarde fría o cálida de Madrid de gramíneas año tras año tenemos otras vidas, y confiamos temerariamente que ni uno ni otro tenemos nada que darnos más que esa confianza íntima e inexplicable que hay entre nosotros, inglés mediante. Y todo es así porque así tiene que ser. Justo en su medida, me repito. No es sexo.
No, no quiero más que eso, no quiero más de él, porque puede que sea eso, sólo eso, que no haya nada más detrás, que en el día a día no tenga más que decir, no tenga más que contar que lo que ya me dice y me cuenta esa tarde de primavera, que necesite el resto del año para recopilar las historias, las frases, las palabras necesarias para llenar las horas que pasamos juntos, para tenerme embelesada, puede que no tenga más que esa maleta y esa cartera, que su flequillo se pierda el resto del año, que no sea tan alto o tan guapo con las preocupaciones de lo que haga con su vida, puede que no lleve la vida que aparenta y que viva en un claustrofóbico y frio pisito interior dejando pasar las horas y los días hasta la primavera, puede tantas cosas, que puede que todo lo contrario y en todo caso, sea por defecto o por exceso. Pero la verdad es que sigo recordando su cuerpo, la fuerza con la que me abrazaba al penetrarme, y deseándolo. Acaricio las venas de su mano mientras me mira con sus ojos, y le deseo. Sonríe. Lo sabe. No es amor.
Por eso no voy a ir a Praga con vosotros, disculpadme, que me pasaría el día como una perra de caza por las calles, con el deseo y el temor de encontrarle y descubrirle, porque puede que sea verdad que viene de Praga y sea así como aparenta el resto de su vida y puede que no. Y qué más da si volverá esta primavera. Espero.
Imágenes de la colección de Oysho de 2013
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