Año 49 aC. Por aquel entonces, Roma ya era la ciudad más poderosa del mundo. El orbe romano se extendía desde Hispania, a occidente, hasta Grecia, Macedonia y la parte de Asia que hoy es Turquía, a oriente; por el norte, las Galias, Cartago al sur y en medio, todas las islas mediterráneas. Además, en pocos años, Julio César había convertido en provincia a las Galias, que hoy incluye Francia, Bélgica y Suiza; había cruzado el Rin y había sojuzgado parte de la actual Alemania; también había salvado el Canal de la Mancha para fundar colonias en la isla que hoy es Gran Bretaña.
El estado republicano hacía décadas que atravesaba una difícil coyuntura, entre otras circunstancias porque las instituciones, creadas para el gobierno de una ciudad, eran escasamente capaces de satisfacer las necesidades que demandaba su vasta extensión y su ávida vocación expansiva. Sencillamente, las instituciones republicanas habían sucumbido a su propio éxito y era necesario establecer un nuevo marco político. Planteada por César, esta cuestión se venía advirtiendo desde los orígenes de la República aunque se había acelerado a partir de la reforma de los hermanos Graco, de las medidas populistas de Mario, en especial respecto a la extensión de la ciudadanía a los no romanos, y el nombramiento de Sila como dictador -figura que, al contrario de lo que pueda pensarse, era perfectamente legal-, tras una sangrienta Primera Guerra Civil.
La manifestación palmaria de ese estado de cosas lo supuso la presencia de César en la orilla del Rubicón, arroyuelo que marcaba el límite provincial entre Italia y la Galia recién pacificada. Situación que no tendría mayor trascendencia si no fuera porque la ley exigía la autorización expresa del senado para ingresar en Italia con ejércitos, permiso que suponía la renuncia a la autoridad para la que fue investido y castigado con la consideración de enemigo del estado, en caso de desobediencia. En esa tesitura, al vadear el Rubicón con sus legiones un, como ahora frio día del mes de enero del 49 aC, César tomó la irreversible decisión de violar las leyes republicanas y desafiar hasta las últimas consecuencias al estado, representado por la facción senatorial más conservadora encabezada por Pompeyo Magno, que se debatía entre la envidia, el amor a la República y su propia ambición.
Mucho se ha especulado respecto a este hecho, opiniones que van desde aquellos que destacan la duda de César sobre cruzarlo o no, hasta aquellos que creen que ya tenía ese propósito incluso antes de partir a la conquista de las Galias, nueve años antes. Entre estos últimos se encontraba un orador brillante aunque temeroso, titubeante y quizás celoso de la habilidad y decisión política de César, Cicerón, el cual escribe en el libro tercero de Los Deberes y bajo un elocuente título, Males que provienen del falso principio de tener por honesto lo que parece útil, que César, a modo de advertencia, repetía continuamente unos versos de Eurípides traducidos por él mismo, Si realmente es necesario violar las leyes, únicamente debe hacerse para obtener el poder absoluto; en todas las otras cosas se debe practicar la virtud. Por el contrario, el historiador Suetonio en su Vida de los doce césares nos narra que estando César en duda sobre si traspasar a la otra orilla, le sobrevino una visión, un augurio, un prodigio que, una vez interpretado favorablemente, lo convenció a hacerlo; fue entonces cuando dijo a sus tropas aquello de Vayamos adonde nos llaman los presagios de los dioses y la iniquidad de nuestros enemigos. No por tantas veces repetido en boca de César voy a perder la oportunidad de levantarme y declamar el final del popular aserto, La suerte está echada.