Según las crónicas, corría el año 1534 cuando uno de los dos últimos Incas reinantes a la llegada de los conquistadores al Tahuantinsuyo rogaba ayuda a Wiracocha en la lucha que mantenía contra su hermano Atahualpa. Cuando los españoles mataron a este último, aparecieron como los enviados de su gran dios...y así luego les llamaron y pusieron por nombre Viracocha, nombre del dios andino que los recién llegados identificaban como el más semejante al suyo, el Hacedor, el Dios Supremo. Es evidente que a los españoles les convenía tal identificación y enfatizaron esta providencia a través de los cronistas de Indias, aunque algo lógico y coherente habrá en la analogía que hicieron los vencidos entre esta divinidad cosmogónica andina y aquellos raros seres con torso de hombre y extremidades de caballo.
Ante los ojos indígenas, eran una jente que sin duda no pueden ser menos que no sean Viracochas, seres divinos, dioses barbados que se comunicaban por medio de telas blancas, acompañados por animales más grandes que las llamas, con pies de plata y que dominaban a voluntad con sus arcabuces a Illapa, el dios del trueno. Además venían del mar, del lugar donde según el mito se sumergió Wiracocha después de su peregrinación desde el lago Titicaca, en la que creó el sol, la luna y las estrellas de Tiahuanaco, petrificó a la humanidad anterior y envió a una nueva generación a las cuatro partes del Universo.
Esta epopeya fue suficiente para que los españoles justificáramos la conquista del Imperio Inca y sirvió de soporte ideológico para una mejor recepción de la fe cristiana frente al politeísmo del culto a las Huacas, las múltiples divinidades locales. Un dios supremo, único, universal, natural para la condición humana, y prueba de que los indígenas habían alcanzado el conocimiento del Dios verdadero. El dios de las varas, el Maestro que sabe concebir y organizar el mundo, el Hacedor del mundo, el que va siendo mundo mientras camina...una Santísima Trinidad incaica, única y múltiple a la vez.
Sin embargo, los incas comenzaron a darse cuenta gradualmente de que estos seres no eran Wiracocha como pensaban, iniciándose las revueltas cuando las tropas de Pizarro apresaron a los emisarios del inca Atahualpa encargados de anunciar que los españoles eran mortales. En 1536, uno de los hijos de Huayna Capac -el primer inca convencido de que los españoles eran Wiracocha- reunió cincuenta mil hombres y atacó Cuzco. Y años después, se extendió el movimiento milenarista Taqui Oncoy, secta que anunciaba que las Huacas acabarían con todos los indios que aceptasen el bautismo y provocarían una vuelta, un nuevo mundo, una nueva humanidad, el fin de la dominación española y la restauración del Imperio Inca.
La visión cíclica de la historia andina aseguraba que, hasta entonces, el mundo había vivido cuatro eras separadas por tres pachacuti, tres movimientos pendulares de inversión del espacio y del tiempo donde el momento negativo, los terribles acontecimientos de la conquista y las enfermedades importadas por los españoles, eran la condición para que se produjese un nuevo pachacuti. Si el nacimiento de Wiracocha fue el pachacuti con el que se inauguró una nueva humanidad, la llegada de los conquistadores representaba otro pachacuti que abría una nueva era de sol oscuro.
Se agitan los mares, la tormenta arrecia y en el gran desorden se levanta el sol es la elegía que cantan en el patio de la cárcel del Frontón los maoístas de Sendero Luminoso, nombre con el que se identifican los elegidos para iniciar un nuevo ciclo, una nueva era. Mientras ésta llega, en las tierras de Tahuantinsuyo, al blanco, al otro, se nos sigue llamando Wiracocha.