Es de todos conocido que Escandinavia es una misteriosa y remota región de la Europa septentrional. Había permanecido aislada en la periferia del limes conformando uno de los finis terrae del mundo clásico, a pesar de que gran parte de los pueblos que desde el siglo V irrumpieron en el Imperio Romano, habían salido de allí poco antes del cambio de era. Los habitantes de aquellas recónditas tierras eran boendr, hombres libres dedicados a la siembra y al pastoreo, aunque en ocasiones también se dedicaban al comercio de pieles y otros productos como el codiciado ámbar. Sólo entonces embarcaban en sus veloces drakares con víveres, mercancías y caballos y se convertían en vikingos, valientes navegantes capaces no sólo de comerciar, sino de saquear a su antojo. A falta de huellas en el registro arqueológico más allá de sus efectos destructivos y de crónicas vikingas de aquella época que nos informen de sus anhelos y esperanzas, la reputación que les ha perseguido hasta nuestros días es la de pueblo bárbaro, un monstruoso Asterión que demanda un Perseo que lo libere del mito que es su laberinto y los acerque a la verdad.
Los vikingos no pertenecían a una tribu, nación o etnia concreta y, aunque se les ha conocido con el ambiguo nombre de normandos, las crónicas cristiano-medievales de los pueblos que asolaban también los denominaban como rus, ascomanni, lochlainach o lordemani. Los musulmanes los conocían como al-Urdumaniyyun, o simplemente madjus, infieles, idólatras o adoradores del fuego. Tampoco eran los primeros pueblos germánicos que llegaban a la Península Ibérica. Esta tierra ya había conocido una primera oleada invasora compuesta sucesivamente por suevos, alanos y vándalos, de donde, según la mayoría de los historiadores vendría el nombre de al-Andalus y Andalucía. Después llegaron los Godos del Oeste, los Visigodos, que mantuvieron un exitoso reino peninsular desde el siglo IV hasta que en el año 711 se produjo la conquista islámica comandada por Tariq y Musa.
En su Historia de la conquista de España, el historiador cordobés del siglo X Ibn al Qutiyya –nombre revelador que significa El hijo de la Goda- narra los ataques de los vikingos iniciados a mediados del siglo IX durante el reinado del emir Abd al-Rahman II. De forma menos prolija, las crónicas cristianas señalan que una flota vikinga había saqueado en el año 843 varios enclaves franceses en la cuenca del Sena y del Loira, Tolosa en la primavera del año 844, así como la victoria obtenida por Ramiro I en el coruñés Faro de Brigantium contra gente hasta entonces desconocida, pagana y muy cruel. Derrotados, los madjus aparecen por primera vez en territorio islámico alrededor del 25 de agosto, cuando el gobernador de Lisboa envió un emisario a la capital del emirato para advertir de la presencia de los hombres del norte y la determinación de aquellos infieles de poner rumbo al sur, después de rechazarlos tres veces.
Unos días después se apoderaron de Cádiz y el 29 de septiembre remontaron el Guadalquivir, masacrando a los habitantes de Coria del Río y saqueando Sevilla durante siete interminables días donde hicieron esclavos a todos sus habitantes, excepto a unos pocos ancianos reunidos en la mezquita que desde entonces pasó a llamarse Masyid al-Suhada, la Mezquita de los Mártires. Enseguida fueron rechazados en la Batalla de Tablada por las tropas del emirato –que a partir de entonces levantó fortificaciones y construyó una poderosa flota para rechazar futuras incursiones-, pero los que lograron escapar prosiguieron sus razzias subiendo por el río Tinto hasta Niebla, el Algarve, otra vez Lisboa y, al año siguiente, en lugares tan distantes como Burdeos y Asilah, en Marruecos. Volvieron tres veces en poco más de siglo y medio, aunque entre una y otra de estas expediciones de pillaje hubo una intensa actividad diplomática, como la del hábil y galante anciano al-Gazal.
Las crónicas nos los han presentado como fieros paganos de demoníaca cornamenta, como Asterión. Es cierto que los vikingos aplicaron el terror de forma estratégica por toda la costa atlántica europea y el norte de África. Pero esos bárbaros dejaron en aquel nórdico Finisterre admirables sagas literarias propias de una civilización avanzada, una orfebrería elaborada con maestría sorprendente, sofisticados textos legislativos, y sobre todo el drakar, un portento de la técnica que acredita el conocimiento, el talento y la capacidad de aquellos navegantes. Y topónimos como Lordemanos –León- o Lordemao –Coimbra- nos revelan que a veces llegaban desde aquella periferia para quedarse en esta otra periferia del centro político europeo, el Imperio Carolingio.