Una tarde me desperté de un sofocante sueño, bañado en sudor y picoteado por las moscas, y me pregunté para qué demonios nos servía en realidad Medina. Actualmente teníamos bloqueada la vía férrea, y ellos se limitaban a la defensa pasiva. La guarnición de Medina, reducida a su mínima expresión, se hallaba encerrada en sus trincheras, desperdiciando su capacidad de maniobra, comiéndose a los animales que ya no sabían cómo alimentar. Les habíamos arrebatado toda capacidad de hacernos daño, y sin embargo aún seguíamos empeñados en arrebatarles la ciudad... Pero, ¿para hacer qué?
Los siete pilares de la sabiduría, T. E. Lawrence.
En 1914, gran parte de la península arábiga formaba parte del Imperio Otomano que, aunque distaba mucho de la potencia que fue, aún dominaba un extenso territorio de lo que hoy es Irak, Siria, Jordania, El Líbano, Israel y Arabia Saudita. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, la incómoda presencia de los otomanos en Arabia se convirtió en una amenaza a tener en cuenta para la defensa británica del Canal de Suez, lo que motivó el envío de tropas a Egipto y la vaga promesa de un futuro reconocimiento de la independencia árabe a cambio del apoyo contra los turcos. Suficiente para que la revuelta comenzara el 5 de junio de 1916 en Medina, luminosa ciudad que, además de tener el privilegio de ser la cuna del Profeta, era el final de la línea de Hiyaz, ferrocarril construido poco antes por los turcos con el apoyo técnico de Siemens y la financiación del Deutsche Bank.
En otoño, después de algunas victorias y la toma árabe del puerto de Jeddah, los turcos reconquistaron la ciudad. Fue entonces cuando llegó a El Cairo un joven oficial fascinado por el vasto y desnudo desierto desde que estudiara arqueología en Oxford, y comenzó a impartir entre las tribus una nueva doctrina en la que la guerra dejaba de concebirse como un enfrentamiento abierto en el que los ejércitos se miden en función de cuantas bajas consigan causar al enemigo.
Compuestas por tribus heterogéneas en el sentido étnico, social y religioso, las fuerzas angloárabes que debían haber conquistado Medina comenzaron a derrotar al enemigo sin entrar en contacto directo con él, practicando el sabotaje en carreteras, puentes, fuentes y pozos, municiones, víveres, ganado y, sobre todo, en la línea férrea de Hiyaz. Sin desafiar abiertamente la fuerza de un enemigo con una potencia de fuego superior, este modo de operar desordenado, aprovechando la movilidad propia de una sociedad nómada, obligó al turco a un constante esfuerzo de mantenimiento y reconstrucción, como comer la sopa con cuchillo. Algo que no sólo se apartaba de la visión clásica del coronel Von Clausewitz, sino también de la que tuvieron posteriormente los grandes revolucionarios del siglo XX, desde Lenin a Mao, de Ho Chi Minh al Che, en los que la guerrilla no es más que una fase de transición hacia la regularización del cuerpo revolucionario.
Tras la conquista de Damasco un par de años después, retornó a Inglaterra con la determinación de que los aliados cumplieran la promesa hecha de crear un estado árabe independiente. Pero pronto se desvelaría el Acuerdo de Sykes-Picott, pacto secreto para el reparto colonial entre Francia y Gran Bretaña, antesala conjunta con la Declaración de Balfour de lo que para muchos analistas es la génesis de la violencia contemporánea en el mundo árabe.
Por encima de la complejidad y las contradicciones del mito, por encima del papel que la historia le había reservado a este inglés, héroe romántico libertador o embaucador agente del colonialismo inglés, para la decimocuarta edición de la Enciclopedia Británica (1929), el editor encargó a Thomas Edward Lawrence, Lawrence de Arabia, que escribiera la entrada guerra de guerrillas. No había nadie mejor. No debía ser de otra manera.