Galeras Reales

Temporada de setas, Claudio

Los emperadores romanos dieron a las setas un alto valor culinario.

Aunque hasta nosotros han llegado tratados como los de Teofrasto, Dioscórides, Aristóteles o Plinio, el conocimiento que griegos y romanos tenían sobre plantas y hongos era experimental y a menudo, como en otros campos, supersticioso, nacido para disipar el misterio de un mundo que no siempre comprendían. Así, en la Antigüedad algunos árboles eran considerados sagrados, como la higuera, considerada por los griegos símbolo de iniciación a una vida mejor. Los romanos la plantaron en el centro del foro rememorando aquel árbol bajo el que Luperca amamantó a los gemelos Rómulo y Remo, simbolizando así los propios orígenes de Roma. Del mismo modo la encina se encontraba estrechamente vinculada a Júpiter a través del oráculo de Dodona, donde se rendía culto a Zeus, padre de dioses y hombres que se revelaba sentado en una encina que había crecido en medio del templo. Situada en la más alta de las siete colinas de Roma, la sombra de la encina nunca podría producir setas venenosas. Todo lo contrario ocurría con el ciprés, vinculado a Plutón, dios del inframundo como queda de manifiesto en los cipreses de nuestros cementerios.

Las setas tuvieron en la antigua Roma un alto valor culinario, hasta el extremo de identificarlas con la vida lujosa y placentera. Nos cuenta Petronio que Trimalción, el ostentoso y excéntrico liberto del Satiricón, mandó traer semillas de setas de la India para cultivarlas y sorprender en sus banquetes. Cáustico como siempre, el poeta satírico Juvenal criticó la conducta de los jóvenes que habían aprendido de su padre y su encanecida gula a rascar las trufas, a condimentar setas y a remojar en su salsa a los papafigos. El gastrónomo Marco Gavio Apicio, el maestro de los cocineros en época de Tiberio, dedicó un capítulo de su De re coquinaria a las recetas de boleti, fungi farnei y tubera, generalmente servidas con garum, aquella salsa de pescado y hierbas aromáticas tan apetitosa para los romanos. Tanto entonces como ahora, la reina de todas las setas era la que conocemos como Oronja o Tana, cuyo nombre científico, Amanita caesarea, hace referencia la afición de los césares por este manjar.

Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico fue el cuarto emperador de la Dinastía Julio-Claudia. Marcado por el síndrome de Tourette, Claudio era epiléptico, tartamudo y cojo, taras más que suficientes para que su familia lo apartase de los asuntos públicos para vivir abstraído en el estudio de etruscos y cartagineses. Las fuentes clásicas nos detallan cómo inopinadamente llegó al poder en el año 41, cuando una conjura puso fin a las excentricidades del disparatado y tiránico Calígula. La guardia pretoriana nombró emperador a un tipo cincuentón con cara de idiota, único superviviente de su dinastía, inaugurando la tradición de que eran ellos y nadie más los que entronizaban emperadores a su antojo. Sin embargo, Claudio fue un emperador hábil y competente. Entre sus logros, restableció el modelo administrativo de Augusto potenciando una mayor colaboración con el Senado y, para mayor eficacia, puso en manos de libertos como Polibio o Narciso la burocracia imperial. También extendió la ciudadanía romana entre los habitantes de las provincias, además de impulsar la conquista de Britania y la anexión definitiva al Imperio de Mauritania, Licia, Panfilia, Judea y Tracia.

Tanto Suetonio como Tácito y Dion Casio coinciden en afirmar que el emperador Claudio murió envenenado, y que el veneno se introdujo a través de uno de sus manjares predilectos, un plato de setas. Pese a que existen dudas sin el envenenamiento se produjo por ingerir un plato de amanita phaliodes o si las setas eran comestibles pero fueron previamente envenenadas, es seguro que detrás de todo estarían su esposa y sobrina Agripina, y el hijo de ésta, Nerón, hijo de un matrimonio anterior de Agripina. Al final de su vida Claudio se arrepintió de su boda con su ambiciosa esposa, con la que se sentía ciertamente molesto por su avidez de poder y carácter dominante. Como todas las mujeres romanas, la del emperador no podía acceder al cursus honorum, por lo que se servían de argucias y disimulos para gobernar a través de sus maridos, y cuando éste no se dejaba dominar, a través de sus hijos. Dicen que Agripina hizo llamar a una compañía de cómicos para entretener a un Claudio que al poco de cenar ya estaba muerto, ocultando el deceso en tanto que se preparaba el ascenso al trono del irónico Nerón que desde entonces señalaría a las setas como alimento de dioses pues su antecesor se había convertido en dios gracias a la seta que le provocó la muerte.