El historiador Eric Hobsbawm opinaba que la barbarie se había incrementado a medida que nos acercábamos a las postrimerías del siglo XX. Esta progresiva marcha hacia la crueldad y el horror sin paliativos –que por entrar día a día a través de nuestra TV hemos terminado por asumir como algo cotidiano, legítimo e inevitable- tuvo su origen en la Primera Guerra Mundial, después de décadas de inversión del proyecto ilustrado, críticas a la modernidad, filosofía nacionalista y reflexiones que definían al liberalismo como la enfermedad moral del siglo. Bajo esta perspectiva, no resulta extraño que en aquellos años se lanzaran consignas que, sin revolución, fueron mucho más revolucionarias que las de todas las revoluciones habidas desde la Francesa. Como las del alemán E. Jünger, que concebía la guerra como principio supremo de la vida y la cultura, como las del futurista italiano F. Marinetti, para el que sólo la guerra sabía cómo rejuvenecer, acelerar y agudizar la inteligencia humana; o como las del poeta británico R. Brooke, que animaba a la juventud inglesa a lanzarse sin miedo a esa piscina purificadora que era la guerra.
Estimuladas sus más bajas pasiones, resulta incuestionable que la psique de la sociedad europea observara unos rasgos patológicos predispuestos a la autodestrucción que, llegado el momento, se reflejó en el entusiasmo con el que las masas empuñaron las armas. No sin ironía, en ocasiones la Gran Guerra pasa por ser el primer conflicto de características democráticas, ya que estuvo protagonizada por toda la población, lo cual hizo imprescindible que la propaganda confiriera al enemigo, con el fin de deshumanizarlo, todos los rasgos propios de Satán, el mal absoluto. Maniqueísmo moral carente de reglas y principios que, en un ambiente de exaltación patriótica, además de contribuir a aliviar la conciencia después de cada carnicería, sublimaba la superioridad moral propia e inducía al odio ajeno.
Aunque siempre hubo intelectuales como S. Zweig que se pronunciaron contra la guerra durante los años de contienda, no fue hasta la segunda mitad de los años veinte cuando el impacto y el trauma creado por el sin sentido y el absurdo y la reflexión sobre la monstruosa experiencia vivida, dieron origen a planteamientos que quedaron reflejados en todo tipo de manifestaciones culturales. En el ámbito literario, el horror, la deshumanización, la falsa apariencia y el desengaño provocado quedaron reflejados, entre otras, en Adiós a todo eso, del inglés R. Graves; en Diario de un pelotón y Viaje al fin de la noche de los franceses H. Barbusse y L.F. Céline; en, La paga de los soldados y Adiós a las armas de los norteamericanos W. Faulkner y E. Hemingway, o en las alemanas La montaña mágica de T. Mann y sobre todas ellas, en Sin novedad en el frente de E.M. Remarque donde el retórico profesor Kantorek no era más que otro War Monger tratando de alistar a jóvenes incautos e idealistas para enviarlos con su demagogia donde tan sólo encontrarían desolación y muerte.
La diversidad de sus orígenes y tradiciones pone de manifiesto el carácter universal de su mensaje antibelicista y de su interpretación de que la guerra, crisol de pasiones, era en realidad un fenómeno que vaciaba de cualquier significado la palabra humanidad. Diferentes lecturas e interpretaciones de pequeñas tragedias antes silenciadas, que prescindían de los modelos clásicos centrados en el valor y el heroísmo para hablar ahora de la debilidad de la naturaleza humana, del fracaso del nacionalismo como religión de Estado, de la ruina de un proyecto optimista identificado con el espíritu de progreso decimonónico y ante todo, de la destrucción de toda una generación.
Adaptada al cine, Sin novedad en el frente ganó los Oscar a la Mejor película y Mejor director en 1930. Para finales de ese mismo año en Alemania, Goebbels organizó una campaña contra la película; finalmente la censura la prohibió… aunque también en Francia se vetó su exhibición hasta 1963. En los años de la Guerra de Corea, en Estados Unidos la película se recortó y montó de tal forma que en realidad pasaba por la glorificación heroica de sus protagonistas. Un triste sarcasmo.