Al mismo tiempo se asomaron algunos por lo alto de las almenas gritando desaforadamente, ¡Entrad pronto!...¡Los moros están penetrando por la otra puerta!...¡Vienen a matarnos!... ¡Viva la reina de España!. Mientras tenían lugar estas conversaciones, algunos soldados del Regimiento de Zaragoza pugnaban por forzar la cerradura de la puerta a lo cual conocieron que les ayudaban por la parte de adentro. ¿Quién anda ahí? -preguntaban nuestros soldados-. ¡Somos judíos! ¡Somos amigos! -respondían algunas voces en español a través de las ferradas tablas.
Posiblemente para librarse del estigma de haber crucificado a Jesucristo, muchos han fechado la llegada de los judíos a la Península Ibérica durante la colonización fenicia, cartaginesa, incluso como los inoportunos acompañantes de Nabucodonosor en sus conquistas africanas, pero lo más probable es que llegaran tras la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén a manos de los romanos en el año 70 d.C. Desde ese momento y durante siglos Sefarad fue su patria, aunque ese término sólo comenzaran a usarlo después de la expulsión para distinguir a los judíos desplazados de España de los deportados de otras partes de Europa.
La judía fue una comunidad más en la Hispania romana. Participaron activamente en su política y su economía, gozando de la misma seguridad y estabilidad relativas que el resto, hasta que fueron disminuyendo con el ascenso político-religioso de los cristianos en Roma y se dieron las primeras muestras de antisemitismo. Aunque a finales del siglo VI se produjeron diversos altercados entre cristianos visigodos y judíos, pronto terminarían con la llegada de los musulmanes, pues éstos concedieron -tanto a judíos como a cristianos-, el status de dimmies, gentes legal y permanentemente protegidas por su condición de pueblos poseedores de libros revelados.
La coexistencia pacífica entre las tres religiones del libro terminó en el siglo XII, cuando la Peste Negra diezmó a gran parte de la población europea. Inmediatamente se levantaron sospechas entre los cristianos que acusaron como los causantes de la enfermedad a quienes menos la padecían, los judíos. Con la peste llegaron la pobreza y el hambre, extendiéndose aún más el resentimiento y la animadversión hacia una comunidad con gran poder económico y que practicaba la usura. Finalmente, en 1391 se produjo el Asalto a la Judería de Sevilla, donde unos cuatro mil judíos fueron asesinados o forzados a la conversión. El instigador fue Ferrán Martínez, Arcediano de Écija, un hombre con formación teológica y jurídica. Los asaltos se extendieron por toda la Península.
Como parte del proyecto de unidad política de Fernando el Católico, el decreto de expulsión promulgado el 31 de marzo de 1492 concedía, a los que quisieran mantenerse fieles a la Ley Mosaica, cuatro meses de plazo para abandonar los reinos de Castilla y Aragón. Los que lo hicieron se dirigieron a Portugal, al Mediterráneo oriental y al Norte de África, llevándose con ellos la lengua y algunas tradiciones que aún conservan. Así terminó la presencia judía en España, aunque no la influencia y el legado que, a través de los judeoconversos, ha determinado nuestro carácter. Ahora pudiera parecer la obra de un demente, pero cabe recordar que los intelectuales de la época aplaudieron la decisión del rey, modelo de Maquiavelo para El Príncipe que encarna las virtudes del Renacimiento.
Estas Galeras Reales comienzan con un párrafo del Diario de un testigo de la guerra de África, en el que Pedro Antonio de Alarcón describe el primer reencuentro con los sefarditas cuando, en 1859, las tropas españolas en Marruecos se encontraron en las murallas de Tetuán con personas que hablaban español y que los recibían como amigos y libertadores. Más que ninguna de las diásporas judías europeas, los sefarditas pueden sentirse profundamente orgullosos de haber conservado el recuerdo hacia la patria de la que habían sido expulsados a patada limpia. Quizás, ese sentimiento profundo sea otro hecho diferencial a tener en cuenta.