Observen el retrato de un fraile dominico en su humilde hábito amortajado. Su magnética mirada nos susurra que el rigor moral es la única vía de salvación y la desnudez de la conciencia la prueba suprema de la virtud. Sin embargo, su porte arrogante, agrio y distante desvela la intransigencia fanática de un clérigo convencido tanto de su propia infalibilidad como de su obsesiva visión apocalíptica. Sujeta firmemente la victoriosa palma del martirio circundada por una filacteria, el justo florecerá como la palmera, símbolo de su permanente misión redentora. El cartellino lo firma Alessandro Bonvicino en enero de 1524. ¿Por qué pintaría el morito de Brescia a este inquietante asceta un cuarto de siglo después de ajusticiado?.
El padre Savonarola renunció a los placeres cortesanos de los que pudo disfrutar, acusando pronto a Roma de ser Babilonia y de que las veleidades terrenales eran el camino perfecto hacia una condena eterna que no tardaría en llegar. En 1491 se le nombró prior de la iglesia de San Marco en Florencia, desde donde no dudó en seguir atacando a la corte papal y contribuyendo cuatro años más tarde, a la expulsión del gobernador, tildando de corruptos a los poderosos Medici. Con la intención de transformar Florencia en una república teocrática, durante los tres años transcurridos desde que comenzase su ambiciosa empresa reformadora hasta el día de su muerte, il frate no sólo fue el carismático líder que tuvo a la ciudad bajo su control político, sino el guía espiritual de los florentinos, pueblo elegido para el inicio de la redención del género humano.
Savonarola no quiso tener más armas que las palabras, las profecías, esos simples deseos especulativos que manifiestan como ciertos los acontecimientos futuros. Con la violencia de su lenguaje describía las calamidades que sufriría Florencia si sus habitantes no renunciaban al pecado. Nada más allá de sus famosas hogueras de las vanidades, actos simbólicos de purificación que ya en aquellos días respondían a un clamor que se repetiría más tarde, la reforma de la Iglesia. Antes de que Kant nos enseñara que la Ilustración era un proceso mediante el cual el hombre superaba su edad infantil, fue su lengua desmesurada la que explotó la eterna predisposición del hombre a creer en todo, a reconocerse culpable de todo. Arma poderosa que no dudó en utilizar cuando le sugirió al invasor francés Carlos VIII, hombre temeroso de Dios, que su ejército respetara a su ciudad y favoreciera la construcción de una próspera república.
Savonarola compartía con el admirado Maquiavelo la idea de que el hombre se encuentra más inclinado hacia el mal que hacia el bien y que es necesario un Príncipe para replantear las relaciones humanas. Pero mientras para el secretario la política es el instrumento con el que lograr esos fines, para el clérigo la moral religiosa es el único camino. Un príncipe terrenal frente a uno espiritual, acción política frente a moral religiosa.
Condenado a muerte por hereje, cismático y por haber predicado cosas nuevas, Savonarola fue ahorcado en la Piazza della Signoria, su cadáver quemado y sus cenizas arrojadas al Arno por temor a los rastreadores de reliquias. Era finales de mayo y los días eran cada vez más largos en la Toscana cuando los Medici y la curia dieron por zanjada la vendetta. Inteligente, Maquiavelo no dudó en preferir a César Borgia antes de completar la obra inconclusa del predicador, al que mancillaría para toda la eternidad al definirlo como el profeta desarmado.
Reparen de nuevo en el retrato. Nos remite a un mundo oscuro, el medievo que se resiste a morir. Es la vera effigie fruto del recuerdo apasionado que Girolamo Savonarola generó en su tiempo y que sus fervientes admiradores mantuvieron mucho tiempo después de su muerte en el cadalso.