¿No es extraño cómo cambia este castillo al rememorar que Hamlet vivió aquí? Como científicos, creemos que un castillo es una simple construcción de piedras y admiramos la manera que las dispuso el arquitecto. La piedra, el tejado verde con su pátina, las tallas de la capilla constituyen todo el castillo. Nada de esto debería cambiar por el hecho de que Hamlet viviera en él y, sin embargo, cambia completamente. De pronto las paredes y las murallas hablan un lenguaje diferente. El patio se convierte en todo un mundo, un oscuro rincón que nos recuerda la oscuridad del alma. De Hamlet sólo sabemos que su nombre figura en una crónica del siglo XIII, pero nadie ignora los interrogantes que Shakespeare le atribuye, los arcanos de la naturaleza que él nos abre, y para ello tenía que situarle en un lugar al sol, aquí, en Kronborg.
Según cuenta Werner Karl Heisenberg, uno de los fundadores de la mecánica cuántica y autor del célebre Principio de Incertidumbre que lleva su nombre, esta reflexión fue lanzada por su colega Niels Bohr un día de la primavera de 1924 mientras, paseando junto al mar, se acercaron a contemplar la fortaleza de Kronborg. La historia no plantea más que un asunto tan viejo como el hombre, el significado de la realidad y del tiempo, es decir, de la existencia, conceptos indisociables desde que el Príncipe de Dinamarca declamara al viento de Elsinor la duda universal. Otro fundador de lo cuántico, Albert Einstein, planteó en una carta algo similar al punto de fallecer un amigo, se me ha adelantado en dejar este extraño mundo. Es algo sin importancia. Para nosotros, físicos convencidos, la distinción entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión, por persistente que esta sea. Esta carta del siglo XX no hacía más que repetir lo que trescientos años antes enseñaba el dominico Giordano Bruno en la Sorbona de París.
Por entonces, la cosmología árabe y judía de Averroes, Avicena y Maimónides, y la ciencia de Aristóteles moldeaban el dogma de la escolástica, dominante tanto en la Europa católica como en la protestante. Una visión estrecha en la que todo había sido creado para el hombre y en la que la Tierra, sobre la que había muerto Dios, permanecía inmóvil en el centro de un Universo limitado. Pero Copérnico pronto alumbraría un libro revolucionario en el que en un universo infinito nuestra Tierra fue arrojada al vacío de los espacios sin límites. Reducido a un ser pequeño e insignificante, el Rey de la Creación quedó aterrorizado. Para aquietar el tormento, se refugió en su madre, la Iglesia, para la que todos los que ofrecían una ideología completamente nueva constituían la más terrible amenaza.
Aunque sus ideas reposaban sobre un conocimiento umbroso, hacía tiempo que Giordano Bruno había comenzado a intuir y publicar que pensar el infinito significa pensarse como una minúscula parte de un Todo y que sólo en la infinitud de la naturaleza, el hombre entra en contacto con la infinitud de Dios. Y añadía un versículo de Hechos de los Apóstoles -pues nunca abandonó su fe-, Verdaderamente está bien dicho que en Él vivimos, nos movemos y somos. Para él, Dios, en su naturaleza, es idéntico a la vida universal, concepto sobre la inmanencia divina que fue tanto su legado como el paso definitivo que le condujo a la hoguera en el Campo de’Fiori, la única gran plaza de Roma sin iglesia, donde hoy se alza su estatua.
Yo que estoy en la noche espero el día, y aquéllos que están en el día esperan la noche; todo lo que es, o está aquí o allá, o es vecino o lejano, o es ahora o más tarde, o ya mismo o después...
Las personales ideas de Bruno fueron visionarias. Intuyó un universo donde todas las cosas estaban interconectadas y sus escritos heréticos expresaban su creencia en un dios más cercano al propuesto por la Iglesia tridentina. Pero, en su infinitud, no pudo medirlo ni acotarlo. Algo parecido dijo Einstein en su carta, y Bohr mientras paseaba con Heisenberg por el lugar donde Shakespeare quiso poner en boca de Hamlet su Ser o no Ser.