Una víbora es una víbora, sin importar donde se abra el huevo. De la misma manera, un japonés estadounidense, nacido de padres japoneses se convierte en japonés, no en un estadounidense.
Los Ángeles Times, Febrero 1942.
EL 31 de marzo de 1942, en algunas localidades de la costa oeste de los Estados Unidos se difundió un anuncio que, bajo el amenazador título de Órdenes de Exclusión Civil 9066. Instrucciones para los descendientes de japoneses, tenía como fin orientar y reglamentar la evacuación de todas las personas de ascendencia japonesa, aunque sin mencionar a dónde. Por lo demás, la 9066 firmada por el presidente Roosevelt unos días antes era precisa. Como equipaje podrían llevar sólo lo que pudieran cargar a mano y a cada familia se le darían etiquetas identificativas con un número para cada miembro, maleta y abrigo. Sin embargo, la orden no distinguía entre extranjeros y nativos, a pesar de que siete de cada diez de los 125.000 nipones esparcidos por la costa habían nacido allí y eran ciudadanos de pleno derecho.
Hacía casi cuatro meses que la Marina Imperial Japonesa había bombardeado Pearl Harbor, hecho que la opinión pública vio como una traición del gobierno japonés. La prensa, además de volcarse a favor de la intervención en la guerra, llevó adelante feroces campañas de desprestigio contra los nisei, término genérico para designar a los ciudadanos norteamericanos de origen japonés, cuyo éxito comercial despertaba la envidia de muchos. Pero los asiáticos y otras minorías eran consideradas inferiores desde la promulgación de la Ley de Naturalización de 1790, norma que circunscribía la ciudadanía a la identidad racial. De esta forma, sólo podrían obtener la ciudadanía los hombres libres, excluyendo así a todos los bárbaros con prácticas, fenotipo y creencias distintas de las de los White, Anglosaxon and Protestant occidentales. Desde entonces, en períodos económicos expansivos los inmigrantes eran recibidos con cordial optimismo, pero cuando el ciclo se invertía pasaban a ser el chivo expiatorio de cualquier causa, y Pearl Harbor era la ideal para evitar una Quinta columna japonesa y segregar a los asiáticos.
Dadas las circunstancias, los evacuados debieron deshacerse de sus casas, negocios y pertenencias en un corto espacio de tiempo, pese al compromiso de que serían asesorados por el gobierno. Estigmatizados, desesperados y humillados, vieron como los WASP llegaban para quedarse con sus propiedades, sabiendo que no tenían más recurso que aceptar lo que fuese que le estaban ofreciendo. Algunos fueron condenados a prisión por no respetar el toque de queda. Otros, por falsear su identificación y hacerse pasar por occidental. Un agricultor fue acusado de sabotaje por postergar su convocatoria unos días para recoger la cosecha. No lo hagas, tal vez alguien puede usar esta casa; somos gente civilizada, no salvajes, le dijo una esposa a un marido tentado de quemar su casa. Y posiblemente muchas tragedias parecidas a la de Joe Komaco, un granjero japonés de Black Rock cuyo hijo salvó la vida durante la guerra al tullido MacReedy, Spencer Tracy en Conspiración de silencio.
Fueron enviados lejos, al desierto de Utah, a las montañas de Colorado, a los eufemísticamente llamados Campos de Internamiento. Aún así, nada hizo disminuir su lealtad hacia los Estados Unidos. 6.000 servirían como traductores en el Pacífico y unos 20.000 se enrolarían para combatir en Europa, donde el 442º Regimiento de Infantería Nisei consiguió ser el cuerpo de ejército más condecorado de la historia de los Estados Unidos de Norteamérica. En 1988, el presidente Reagan firmó una ley que reconocía el grave error cometido hacía casi medio siglo, recompensando con 20.000 dólares a cada superviviente y una disculpa sin precedentes en la historia del país que encarna los más altos estándares de libertad.