Los alemanes occidentales se habían empeñado en que aquellos Juegos fueran únicos, los mejores, los más recordados de la historia. Arrastrados por la mala conciencia, no sólo aspiraban a desvincularse de las Olimpiadas de Berlín del 36, sino también a alejar el espectro de la guerra y el horror de los campos de exterminio. Por eso, anhelaban mostrar una Alemania acogedora, pacífica y divertida. Siguiendo la tregua olímpica instaurada hacía siglos por el rey Licurgo de Esparta, allí no habría agresiones ni combates, tan sólo atletas de todo el mundo conviviendo pacíficamente en una villa sin fronteras en la que los deportistas no tendrían demasiados problemas para entrar después de alguna que otra juerga nocturna. Sí, los Juegos Olímpicos del 72 podrían recordarse por la primera mascota del olimpismo, un simpático perrito salchicha llamado Waldi; o por los guardias de seguridad desarmados y vestidos de celeste. Sin embargo, ¿quién recuerda los primeros cronómetros electrónicos, los primeros tacos de salida o la controvertida final de baloncesto entre los Estados Unidos y la Unión Soviética?. Recuerdo la imagen de un joven nadador norteamericano con siete medallas colgando del cuello, pero sobre todo la de un encapuchado que desde una terraza de la villa olímpica convocó al terror y la muerte.
Cinco años antes Israel había tenido que protegerse cuando sus malavenidos vecinos Siria, Jordania, Iraq y Egipto expulsaron a los observadores de la ONU y movilizaron a más de 250.000 soldados con armamento soviético. Pero en Seis Días, el joven y pequeño país no sólo supo defenderse sino que pudo anexionarse la Franja de Gaza, Cisjordania, los altos del Golán y la Península del Sinaí. Derrotados de forma inesperada, el problema palestino incomodaba a algunos países árabes y grupos terroristas palestinos comenzaron a atacar a personas e intereses israelitas en todo el mundo.
En la madrugada de tal día como hoy, ocho terroristas de la agrupación Septiembre Negro vestidos de forma deportiva consiguieron saltar la verja de la villa olímpica, ayudados inconscientemente -ironías del destino- por atletas norteamericanos. Estaban mal entrenados, pero contaban con un topo dentro de la organización y el apoyo logístico del grupo neonazi Willi Pohl, lo que les permitió acceder a las habitaciones y mantener como rehenes a once miembros del equipo olímpico israelita. Alertada la policía federal, los negociadores recibieron una lista con el nombre de 234 prisioneros palestinos que debían ser liberados junto con los líderes de la Fracción del Ejército Rojo, Andreas Baader y Ulrike Meinhof, antes del mediodía. Neonazis y Ejército Rojo en el mismo bando, otra de las ironías del destino.
Poco debían saber los terroristas del firme carácter de la Primera Ministra de Israel, esculpido por el hambre y los pogromos zaristas sufridos en su infancia. Siguiendo la filosofía que el Estado de Israel aplica en sus momentos más traumáticos, simplemente Golda Meir se negó a negociar. Entonces las condiciones cambiaron. Primero retrasaron el ultimátum dos veces. Luego, exigieron que dos helicópteros los trasladasen con los rehenes al aeropuerto más cercano, desde donde huirían hacia El Cairo. Ironías del destino, Egipto ya había informado que no quería saber nada de ellos.
Cuando a las diez y media de la noche los helicópteros aterrizaron en el aeropuerto militar de Fürstenfeldbruck, la escasa preparación de los terroristas, la incompetencia de la policía y la tensión y el pánico acumulado por todos, desató el caos. El resultado final fue que los once atletas judíos, cinco terroristas y un policía alemán resultaron muertos. A pesar de las advertencias y el olímpico empeño, Alemania sufría la peor pesadilla imaginable. De nuevo, judíos morían en suelo alemán, a escasos kilómetros de Dachau.
Al día siguiente, ochenta mil personas se citaron en el estadio olímpico de Múnich para rendir homenaje a los deportistas fallecidos. La bandera olímpica ondeaba a media asta. La competición sólo fue suspendida ese día, pues el COI consideró que no había motivos suficientes para hacerlo, aunque la vetusta tregua olímpica había sido revocada para siempre. Durante 20 años, la más secreta de las unidades del Mossad se encargo de ajusticiar a todo aquel que, según su criterio, tuviera algo que ver con la masacre de Múnich, dondequiera que se encontrase.