Desde que en la Ilíada el anciano rey Príamo y la hermosa Helena entablaran su bello diálogo, los historiadores coincidieron en emparentar a las Amazonas con pueblos que habitaban las tierras donde los griegos siempre ubicaban a los bárbaros, al norte. Según la tradición, hacia allí se dirigió Heracles para robar el cinturón de la amazona Hipólita, el noveno de sus doce trabajos. También hacia allí navegaron Jasón y los argonautas, leyenda vinculada con el mito de Medea, posiblemente imaginada durante los primeros periplos por el Ponto Euxino. Decía Elías Canetti que el encuentro del hombre con algo que ni conoce ni espera lo perturba y lo sitúa en una posición de desequilibrio. Como necesidad vital, para restaurar el equilibrio ante lo inexplicable, allí, en aquellos territorios no griegos que aterraban a los humanos y repugnaban a los dioses, la racionalidad helénica generó el mito.
A medida que se han conocido las excavaciones arqueológicas de la oscura etapa soviética en Ucrania, se ha podido comprobar que en el curso medio del Don las mujeres gozaron de un alto rango social, y que en sus sepulturas se depositaron armas con regularidad, hasta el extremo de que en la zona entre el Danubio y el Don aparece un alto porcentaje de tumbas femeninas con armas que pertenecieron a jóvenes de entre dieciséis y treinta años. Mujeres que en el área escita pudieron ostentar roles sociales masculinos, inspirando quizá las historias de Herodoto. Que las diferentes versiones del mito las situasen en distintos lugares, no haría más que confirmar su carácter nómada, y que las ensalcen como jinetes arqueros es comprensible, teniendo en cuenta que las mujeres no sufren los problemas fisiológicos de los hombres a caballo, y que el arco puede ser dominado por ellas con la misma eficacia y menor fuerza.
Los detalles que las fuentes clásicas ofrecen sobre los bárbaros de Occidente, sin embargo, son diferentes. Según Tácito en el caso de los germanos y de los britanos, o de los hispanos según Salustio, las mujeres auxiliaban y alentaban a los guerreros pero no combatían. Salvo raras excepciones, como la que nos cuenta Plutarco sobre Pirro de Epiro, abatido por una anciana rabiosa con una teja. Pero desentendiéndonos por un momento de las fuentes, el debate también se orienta hacia la significativa –aunque menos frecuente- presencia de armas como ajuares femeninos, asociación que rompe el clásico paradigma armas igual a sexo masculino.
La animosidad desatada entre griegos y Amazonas forma parte del mito, pero su rápida implantación en el imaginario helénico se debió a la habilidad política del tirano ateniense Pisístrato, que procuró identificarse con Heracles como protegido de Atenea, y no cabe duda de que durante las Guerras Médicas, la amplificación de la leyenda sirvió para espolear el patriotismo griego. Contienda entre dos extremos en la que, según Herodoto, la hybris fue la causa principal de la victoria . Fue entonces cuando la ambición y la ausencia de límites igualó a persas con aquellas monstruosas mujeres del norte que transgredían el rol femenino, mostrando que matrimonio y maternidad eran actividades escasamente meritorias. Las Amazonas pasaron a ser el paradigma mítico de los persas históricos, ambos arquetipos de la barbarie. Y la oposición entre griegos y bárbaros reforzada con la oposición entre masculino y femenino funcionaría como parte esencial para confirmar la autonomía de la polis griega, además de justificar la sumisión de la mujer.
Es poco después de las Guerras Médicas cuando los barbaroi por antonomasia comenzaron a vincularse iconográficamente. Así, en los motivos decorativos de las Cerámicas de Figuras Negras, el griego aparece portando tan sólo casco, lanza y escudo redondo, signo inequívoco de su condición de hoplita. Sin embargo, tanto persas como Amazonas aparecen ataviados de forma asiática, con abundantes y lujosos tejidos ceñidos al cuerpo, algo que los feminiza. En ocasiones, el arco y el caballo los convierte en hipócritas huidizos y, por tanto, infravalorados frente a la única forma racional de combate, firme, directa y masculina.
No debió resultarle difícil a Esquilo bautizar como Medo al hijo de la bárbara Medea.