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Mayo del 68. El efecto de la Reina Roja

Mayo del 68 sorprendió porque se produjo en un mundo que gozaba de un bienestar como Occidente no ha conocido.

Lo importante es que se haya producido cuando todo el mundo lo creía impensable y, si ocurrió una vez, puede volver a ocurrir.

Jean Paul Sartre.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los países occidentales se comenzaron a impulsar la construcción del Estado del Bienestar para contener el posible ímpetu revolucionario de los trabajadores después de la derrota del fascismo. Entre el capital y el trabajo se estableció un pacto tácito que constituyó la base de la estabilidad social que explica en gran medida los Treinta Gloriosos años de crecimiento económico sostenido que van desde el fin de la guerra a la Crisis del Petróleo y la consolidación del estado keynesiano. Pero a pesar de la prosperidad, o precisamente motivada por esta, los intelectuales de la Escuela de Frankfurt objetaban que de una sociedad de ciudadanos políticamente movilizados se había pasado a una de consumidores pasivos y conformistas que ya no marchaban para apoyar o derrocar un sistema político, sino para consumir de forma compulsiva e instantánea. Con métodos antagónicos, tanto el capitalismo como el socialismo veneraban un modelo social basado en el valor de lo material, sin otro estímulo al progreso más que el seductor advenimiento del consumismo como antídoto para recuperarse de las consecuencias de la guerra.

Las primeras muestras del malestar coincidieron con diversos acontecimientos mundiales sucedidos pocos años antes. En los Estados Unidos, Johnson ganaba las elecciones de noviembre de 1964 a la sombra de su antecesor, el fallecido presidente Kennedy. Un mes antes, al otro lado del Telón de Acero, se había producido el cese de Kruschev por abusar de algo tan poco estalinista como la autocrítica en un país donde la utopía engelsiana de la superación de los conflictos garantizaban la felicidad de sus habitantes. La orfandad con la que quedó la Europa socialista tras su caída en desgracia dio paso a un periodo de expectativas que se truncaron definitivamente en el verano del 68 con la pisoteada Primavera de Praga. En 1964 se había consolidado la intervención americana en Vietnam con el ataque norvietnamita en el golfo de Tonkín, un pretexto para comprometerse en luchar contra el régimen comunista. Al mismo tiempo, China desataba lo que de forma romántica dieron en llamar Revolución Cultural, una ofensiva para consolidar el liderazgo de Mao entre las nuevas generaciones, una ocurrencia que causaría una honda impresión en la izquierda europea. Mientras tanto, el ejemplo del triunfo de la Revolución Cubana hizo renacer las esperanzas de los grupos sociales más desfavorecidos en todo el Tercer Mundo, un término que agrupaba desde hacía poco tiempo a la mayor parte del mundo periférico a los dos grandes bloques, los países donde principalmente se libraba la Guerra Fría. La guerra de guerrillas se aplicaban como estrategia para desestabilizar a las dictaduras de todo el orbe, movimiento anticolonial que había comenzado en India en 1947 y se extendió hasta África, donde en 1975 cayeron las últimas posesiones del Imperio portugués.

Pero en octubre de 1967 se conocería la noticia de la muerte del Che en Bolivia y la siempre idealista juventud no tardaría en elevarlo a los altares del mito. Otros gobiernos, como los de Argentina y México recortaban libertades y presupuestos, cuya consecuencia más inmediata fue el llamado Cordobazo en Argentina y las protestas que desembocaron en la Matanza de Tlatelolco en vísperas de las Olimpiadas de México de 1968. Por aquellos años en los Estados Unidos se experimenta el apogeo de la protesta racial; los negros organizados en torno al Black Power protagonizaron disturbios en numerosas ciudades, enfrentamiento que alcanzó su cénit en 1968 con el asesinato de Martin Luther King.

Equidistantes del modelo capitalista como del revisionismo socialista, las discrepancias al sistema adoptaron un aspecto diverso y multiforme, que oscilaba entre la protesta contra la orientación impuesta por el capitalismo, pasando por la reivindicación de los derechos de las minorías, hasta la lucha contra la discriminación racial, el militarismo, los efectos de la contaminación, la influencia de las multinacionales, todo un universo que reflejaba la heterogeneidad de sus participantes y de sus planteamientos. Unidos coyunturalmente por el odio a la opulencia social, un teórico pacifismo y automarginados respecto a la oposición tradicional, el advenimiento disperso de obreros, burgueses, profesionales liberales, intelectuales, feministas, amas de casa, asociaciones de vecinos, minorías étnicas y sobre todo estudiantes –hasta entonces mudos-, se localizó principalmente en los núcleos urbanos, donde los ciudadanos disfrutaban de una mayor formación cultural, una mayor dosis de independencia política y una acentuada capacidad para la actividad social.

Los universitarios parisinos de Nanterre fueron los que dieron el primer paso, los que supieron encarnar el espíritu imaginativo y romántico de la revolución en Francia, pero no ostentaron la exclusividad del descontento. Durante más de un mes, la revuelta, iniciada en asambleas y trasladada rápidamente a las calles, mantuvo en jaque al gobierno derechista del general De Gaulle. Sin embargo, los obreros y los sindicatos que les representaban no aceptaron la actitud evasionista de la realidad por parte de esa nueva izquierda pues ellos, que eran la pieza fundamental del engranaje de la riqueza, mantenían la esperanza de alcanzarla algún día. Tenían todavía mucho que pagar antes de embarcarse en una revolución con una consigna como Seamos realistas, pidamos lo imposible. Para los sindicatos fue suficiente que De Gaulle les concediese, a cambio de dejar aislados a los estudiantes, un aumento salarial del 14%, reducciones sustanciales de la jornada laboral y garantías de empleo y jubilación. Preferían acumular los beneficios que les proporcionaba la eterna  explotación norte-sur, mientras clamaban la revolución, eso sí, en la distancia. La Quinta República se encontraba al borde del colapso, pero la revolución se volatilizó tan rápido como había surgido. Una vez más se cumplía en la historia el efecto de la Reina Roja, en el que todo debe cambiar para que nada cambie. La cultura de masas, el American way of life, había triunfado. Como había vaticinado el viejo general, el recreo se había terminado.