Llegué al Protectorado del África Oriental británica antes de la I Guerra Mundial, cuando aún se podía decir que las Tierras Altas eran un feliz coto de caza y cuando los pioneros blancos vivían en confiada armonía con los hijos del país. La mayoría de los emigrantes había llegado a África y permanecido allá porque la vida en aquel lugar les gustaba más que en su país de origen, porque preferían ir a caballo a ir en coche, y hacer una hoguera a encender la calefacción. Querían, como yo, dejar sus huesos en tierra africana.
Ávidos por extender sus fronteras, a la Conferencia de Berlín de 1884 concurrirían los representantes de catorce estados europeos con la firme intención de solucionar los problemas que planteaba la expansión colonial en África y resolver su partición. Tras cuatro meses de reunión elaboraron un Acta General, un verdadero código de buena conducta entre las potencias coloniales que sustituía el tradicional comercio de esclavos por otra forma más legítima de explotación, permitía la libre navegación marítima y fluvial por los grandes ríos Níger y Congo, la libertad de comercio en la cuenca del Congo y el derecho de los países sobre los territorios costeros ocupados.
Un año después, emulando el éxito colonial británico y empeñado en la creación de una gran potencia de ultramar, el Imperio Alemán había declarado un protectorado en África Oriental. Sin embargo, para el Reino Unido, la presencia alemana en Tanzania y su control sobre la orilla sur del Lago Victoria suponían un serio contratiempo que ralentizaba el transporte terrestre de mercancías entre el norte y el sur del continente, además del elevado riesgo que implicaba el control de las estratégicas Fuentes del Nilo en caso de conflicto. De este modo, alentados por la confianza victoriana en la aplicación de la ciencia para alcanzar el progreso y los beneficios, decidieron conjurar el peligro mediante la construcción de una ambiciosa infraestructura, una línea de ferrocarril entre Mombasa y Port Florence que, en un recorrido de mil kilómetros, uniría su principal puerto en la costa este africana con la orilla del Lago Victoria, en la actual Kisumu. La línea fue bautizada como Uganda Railway, pero pronto sería rebautizada por todos como la Lunatic Express.
Descartados los indígenas para las obras de construcción, treinta y dos mil collies iniciaron los trabajos bajo el mando del ingeniero Whitehouse en 1896. Se contaba con un presupuesto que al terminar la obra se había incrementado en el doble de lo inicialmente calculado, cinco millones de libras, aunque se estima que hacia 1912 se había recuperado el dinero invertido en el trazado. El 20 de diciembre de 1901, la esposa del ingeniero jefe colocaba el último raíl en las orillas del Lago Victoria, terminando así la construcción de una de las grandes obras de ingeniería de la historia. Aún hoy, el Lunatic Express es una arteria fundamental en las comunicaciones entre las ciudades del este de África, muchas de ellas fundadas como estaciones del ferrocarril, incluida Nairobi. Romántico, ¿verdad?.
Atrás quedaron las espinosas acacias de las colinas de Rabai, los mosquitos del barranco de Mazeras, el cinturón de moscas desde Samburu hasta Kibwezi, el abrasador desierto de Taru, el Fantasma y la Oscuridad sin melenas del río Tsavo, miles de muertos giriamas, taitas, kambas, kikuyus, kisiis, nandis, elgeyos y masais. Y millones de microorganismos de la malaria, la disentería, el escorbuto, el cólera y el tifus. Todos ellos, infortunios que acabaron diezmando a los peones hindúes durante cinco largos años de esfuerzo y sangre.
Ex Africa semper aliquid novi, dice un antiguo adagio latino. Out of Africa, always something new. Algo que nada tiene que ver con los recuerdos nostálgicos de la danesa Karen Blixen en 1937, paisajes y gentes de un África que ya no existe. Aunque probablemente, tampoco existiría cuando ella la abandonó.