Cuentan que cuando Luis XVI fue informado sobre lo ocurrido en La Bastilla, displicente preguntó si se trataba de una revuelta, a lo que le contestaron, no sire, es una revolución. Sea la anécdota cierta o no, después de aquel 14 de julio de 1789 nada volvería a ser como antes. Mientras la turba se lanzaba a la conquista del poder representado en la gran fortaleza y temida prisión del suburbio de Saint-Antoine, se producía una transformación social e ideológica sin precedentes cuya influencia no se limitaría a Francia. Pero, al mismo tiempo, se estaba gestando otro tipo de revolución, otro modo de subvertir el orden establecido, otro ataque a las normas de la tradición con las luces de la razón científica como única arma.
Cuando en 1778 Francia se posicionó a favor de los colonos sublevados en la Guerra de Independencia Americana, hacía tiempo que ya era un país convulso. La necesidad de mantener al ejército continental y el deseo de ampliar el imperio colonial habían dejado al desequilibrado sistema fiscal de Luis XVI en la bancarrota. Además, desde el siglo XIV había sido costumbre eximir de impuestos a las clases privilegiadas, clérigos, nobles y también tenedores de ciertos oficios adquiridos por compra. Hacía un siglo que, bajo el auspicio del eficaz Contrôleur général des finances Jean-Baptiste Colbert, se había entregado la hacienda a la Ferme Générale, una compañía privada que recaudaba impuestos indirectos tan dispares como el tabaco, la bebida, la sal o el odiado pied-fourchu, un peaje antisemita que se aplicaba a los arrieros de todo ganado de pezuña hendida que transitara por los caminos. Aunque el sistema hacía respetar los monopolios estatales, el régimen impositivo favorecía los abusos, poque aunque el Estado recibía una suma fija, cualquier excedente sobre esa cantidad se la embolsaba la corporación. Un antecedente de outsourcing en el que naturalmente los fermiers no eran demasiado populares.
En marzo 1768, algunos días después de haber sido elegido miembro de la Academia de Ciencias y haciendo uso de una herencia familiar que le había sido legada dos años antes, el reputado científico Antoine-Laurent Lavoisier cometió el primer gran error de su vida comprando un tercio de las acciones del Fermier General Baudon en la Ferme Générale. A partir de 1775, ejerció el cargo de Régisseur des Poudres er Salpêtres, fijando su residencia en El Arsenal, donde instaló su espléndido laboratorio desde donde costeó la carrera de jóvenes promesas. Pero durante los primeros años de la revolución, la mala imagen de Lavoisier como miembro de la Ferme Générale se había tornado en odio, sobre todo cuando se convirtió en el objetivo del posteriormente famoso Jean-Paul Marat, periodista al que se le había denegado la entrada en la honorable Academia de Ciencias Francesa por oposición de Lavoisier, su segundo gran error.
El 8 de mayo de 1794, un Tribunal Revolucionario juzgó a treinta y dos Fermiers Généraux por cargos de apropiación indebida, ganancias excesivas, distribución abusiva de bonos, demora injustificada de pagos a la Tesorería Pública, y sobre todo, por favorecer por todos los medios posibles el éxito de los enemigos de Francia. Dicen que la Convención Republicana que votó el arresto expresó la terrible frase La República no necesita científicos. Sea la anécdota cierta o no, aquel mismo día fueron guillotinados, incluido Lavoisier que fue la cuarta cabeza en rodar al cesto.
Cuatro meses antes de la Toma de la Bastilla, Antoine-Laurent de Lavoisier había presentado en París su Tratado elemental de Química, el manifiesto fundador de la química moderna, un modelo teórico que, por primera vez, explicaba de forma racional el hecho experimental, expulsando para siempre de la ciencia la superchería, las cantidades indescriptibles de desconocimiento y las grandes dosis de especulación que habían rodeado durante siglos el conocimiento de la materia.
Varios años antes, durante su puesto en la Ferme del distrito de Clermontois, había relevado a los judíos de su odiado peaje. Como prueba de gratitud y fraternidad, los judíos de Metz le ofrecieron tortas de miel. Sin embargo, para vergüenza de los gobiernos, el pied-fourchu se mantuvo vigente en el resto del país durante la época revolucionaria.