Las conjuras que se acusan antes se castigan que se averiguan; porque se temen sin oírlas, y se creen en oyéndolas.
Vida de Marco Bruto. Francisco de Quevedo.
Señor de Órgiva y caballero de la Orden de Santiago, Gonzalo Fernández de Córdoba había vuelto a España en 1498 con los títulos de Gran Capitán y Duque de Santángelo, después de defender durante tres años los intereses aragoneses en Nápoles. Dos años después, se firmó el Tratado de Granada con Francia sobre el reparto de las Dos Sicilias y como pronto hubo desacuerdos, ese mismo año hubo de volver a Italia. Al llegar evitó combatir en campo abierto y fortificó las plazas ante la superioridad de los franceses, hasta que llegaron refuerzos con los que consiguió un primer triunfo en Cefalonia, al que siguieron otros más sonados, como Ceriñola, Gareñano y el propio Nápoles.
En 1504, el Gran Capitán había conseguido que el Reino de Nápoles se integrara en la monarquía española y sería nombrado Virrey de aquel reino. Sin embargo, a partir de la muerte ese mismo año de la Reina Isabel, de la que don Gonzalo siempre había sido fiel servidor, Fernando el Católico comenzó a sospechar de la lealtad del Virrey. Francisco de Quevedo, quien se hace eco de este episodio en las Cuestiones Políticas de su Vida de Marco Bruto, atribuye el origen de esta desconfianza al éxito de la trama y estratagema del Rey francés, quien en venganza astuta por aquella pérdida había conseguido despertar los recelos del aragonés con encendidos elogios a quien vencía reyes y quitaba y daba coronas. En cualquier caso, en 1506 Fernando el Católico, acompañado por su nueva esposa Germana de Foix, llegó a Italia para recibir el juramento de fidelidad de los napolitanos, y principalmente traerse sin ruido a don Gonzalo, y pedirle razón de los dos millones doscientos once mil doscientos treinta ducados que se gastaron en la conquista.
Ante el cuantioso cargo por el que se le pretendía alcanzado y reconociéndose héroe y mito, en un libro de cuentas alegó en su descargo:
Por picos, palas y azadones para enterrar los muertos del adversario, cien millones de ducados... por limosnas para que frailes y monjas rogasen por la felicidad de las armas españolas, ciento cincuenta mil ducados... por guantes perfumados para que los soldados no oliesen el hedor de los cadáveres de sus enemigos en el campo de batalla, doscientos millones de ducados... por reponer las campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados... y, finalmente, por la paciencia de tener que escuchar que el Rey pedía cuentas a quien le ha regalado un reino, cien millones de ducados...
Las Cuentas del Gran Capitán pertenecen al anecdotario de la Historia. Por fortuna, hoy día sería impensable que un gestor público, por muy varón gloriosísimo que fuese, rindiera cuentas con semejante extravagancia. Pero la Historia sigue y nos cuenta que el Gran Capitán fue sometido a una minuciosa inspección y que la contabilidad napolitana resultó correcta, que no se había desviado la más mínima suma en beneficio propio o de sus capitanes. En el Archivo General de Simancas figuran las más de mil hojas de las cuentas del virreinato de Nápoles de don Gonzalo. Ya por entonces habían pasado los tiempos en los que Catón de Útica, famoso por su honradez y severa rectitud, respondió, Sólo de mis victorias, y no de algunos sextercios, tengo que dar cuenta a los romanos. También es cierto que, a veces, la extrema desconfianza hace perder a los más valiosos servidores del Estado.