Una isla hay luego en el proceloso mar delante de Egipto, Faros la llaman. Plutarco supuso que este verso del canto 4 de la Odisea fue el elegido por Homero para recordarle a Alejandro Magno el lugar donde debía situarse la más célebre de las ciudades que llevarían su nombre. Pese al insistente prodigio, su muerte prematura le impediría verla, aunque aquella utopía diseñada según el modelo ático se convertiría en el símbolo del espíritu panhelénico y centro de la cultura del mundo antiguo con los Ptolomeos, dinastía que heredó Egipto, lugar donde reinaron como faraones hasta los tiempos de Julio César y Cleopatra.
Trescientos años antes de que el filósofo Dion de Prusa pintara a los alejandrinos como gente que carecía de interés en nada que no fueran los conciertos de cítara y las carreras de caballos, Alejandro IV de Macedonia y su sucesor, Ptolomeo I Sóter, habían erigido sobre una loma en el Delta del Nilo una urbe, Alejandría, que desde los primeros tiempos enorgullecía a sus habitantes y deslumbraba al mundo conocido. Sus bibliotecas –en plural, pues con el tiempo fueron dos- promovieron la helenización de una población multiétnica y cosmopolita, además de alcanzar un prestigio que difundía la magnificencia del poder del monarca, al que se presentaba como el libertador frente a los persas y el mecenas de los sabios del Mediterráneo que llegaban para trabajar en la producción intelectual del Estado y a expensas de éste. Acumulación de textos e influencias que los griegos usaron como instrumento político de gobierno y que generaría una nueva dinámica del saber más allá de las fronteras del mundo greco-romano, como sugiere Canfora.
A partir del quinto de los Ptolomeo -siglo II a.C-, la monarquía declinó, el patronazgo de la biblioteca por el monarca fue disminuyendo con el irremediable deterioro de los fondos y la dispersión de los eruditos. Un siglo después, César asaltó el puerto de Alejandría, quemando las naves de Ptolomeo XIII, que se había aliado con Pompeyo en la Guerra Civil que los romanos mantenían. Este incendio, narrado por el propio César en su Guerra Civil, ha servido para alumbrar una conjetura que se ha tomado por cierta, la de que el incendio de las naves se había propagado a la ciudad, destruyendo la Gran Biblioteca.
Fuente de identidad y garantía de diversidad cultural, la historia de la Gran Biblioteca de Alejandría forma parte de una categoría exclusiva de mitos universales que sugestionan el imaginario colectivo por su carácter civilizador, historias refractarias a la crítica que revelan la grandeza del conocimiento, pero que, al mismo tiempo, advierte sobre su fragilidad ante la barbarie. Y es que, como ocurre en el relato de Voltaire en el que los filósofos Descartes y Locke discuten de forma acalorada acerca de la importancia de los recuerdos, desde el albor de la civilización destruir la memoria se intenta conseguir mediante la destrucción de las bibliotecas. Sean los de la Biblioteca Nacional de Phnom Penh, la Nasser Khosrow afgana o la misteriosa biblioteca de la Abadía de Melk. Poco importa que los contemporáneos de César no mencionen la Gran Biblioteca, que por entonces su capacidad estuviese francamente mermada o que muchos la relacionen con Hypatia. Es el símbolo del conocimiento universal, el que siempre sucumbe a la ambición del hombre y a la destrucción del fuego.