Es privilegio de galera que todos los que allí entraren han de comer el pan ordinario de bizcocho. Con condición que sea tapizado de telarañas, y que sea negro, gusaniento, duro, ratonado, poco y mal remojado. Es privilegio que nadie al tiempo de comer pida agua que sea clara, delgada, fría, sana y sabrosa, sino que se contente, y aunque no quiera, con beberla turbia, gruesa, cenagosa, caliente, desabrida. Verdad es, que a los muy regalados les da licencia el capitán para que al tiempo de beberla con una mano tapen las narices, y con la otra lleven el vaso a la boca. Es, pues, la conclusión... que la vida de galera, déla Dios a quien la quiera.
Fray Antonio de Guevara, cronista y consejero de Carlos V.
No se conoce con exactitud la fecha en la que se introdujo la pena de galeras en los reinos hispánicos, aunque todo parece indicar que inventada en Francia a mediados del siglo XV, fue adoptada de inmediato por la armada del rey aragonés Alfonso el Magnánimo e implantada en Castilla por el también aragonés Fernando II llamado el Católico. No obstante, no consta la existencia de una disposición reguladora de los servicios forzosos de remo hasta la promulgación por Carlos V de la pragmática de 1530, ley mediante la que el Emperador facultó a las diferentes justicias territoriales para conmutar a su arbitrio ciertas penas por galeras, siempre durante un período superior a dos años, aunque la permanencia máxima podía alcanzar toda la vida.
La ausencia de división de poderes propia de los Estados del Antiguo Régimen, hacían de las sentencias judiciales un acto no sólo de justicia, sino también de gobierno, introduciéndose en el caso judicial cuestiones ajenas a lo tratado en el proceso. Así, la política naval de la Corona determinó de forma utilitarista el número de penas de galeras impuestas en función de las necesidades militares del soberano, dotando a la Armada de la mano de obra de obtención y mantenimiento más económico con la que realizar los trabajos más penosos. De este modo, mientras se desarrolló el proyecto de hegemonía política de los Habsburgo, se hizo imprescindible modificar determinados aspectos de la pena de galeras. Fue Felipe II quien hizo un gran esfuerzo por aumentar el poderío de la flota, la cual alcanzó su mayor éxito en la más alta ocasión que vieron los siglos, la batalla de Lepanto de 1571. Para ello se aumentó la duración de las condenas sancionadas con pena y se introdujeron nuevos delitos, un cada vez más amplio abanico de infracciones tan dispares como la bigamia, la rufianería, el vagabundeo, la blasfemia, los hurtos cualificados, la falsa testificación, la deserción y la huida de prisión, el quebrantamiento de destierro, la resistencia a la acción de la justicia, los robos y los salteamientos, incluso la condena para todos aquellos súbditos franceses que portasen ballestas o armas de fuego. Eso si, la justicia no siempre elegía a los más gravemente acusados, sino a los que parecían más robustos y resistentes. Y mientras ante la misma fechoría a los hidalgos se les imponían multa y destierro, el humilde era condenado a recibir doscientos azotes antes de remar durante cinco años.
La pena de galeras servía para explotar al penado, apartarlo de la sociedad y ocasionarle considerables sufrimientos y humillaciones. Sobre el particular declaró François Cocardon, un caballero francés que tuvo la mala fortuna de convertirse en remero de las galeras corsarias argelinas que, no con tanta ironía como la mostrada por Guevara en el encabezado de estas Galeras Reales pero de forma igualmente gráfica, confesaba... Creí morir más de diez veces. Cuando dábamos caza a una nave... el esfuerzo se hacía tan intenso que nuestros músculos se tendían hasta romperse, después estaban duros y doloridos, el aire enrarecido nos quemaba el pecho, creíamos perecer ahogados. Y si por desgracia nuestra presa se escapaba recibíamos de inmediato los golpes del vergajo, pero ya estábamos tan destrozados que apenas si sentíamos dolor.
Pieza clave de la guerra naval, la galera era nave de casco bajo y carente de cubierta, cuya propulsión máxima y optimo gobierno se conseguía remando. Los forzados podían refugiarse bajo los tendales de lona por la noche, pero difícilmente podían hacerlo durante la navegación, quedando sus pieles continuamente pegadas al salitre. El remo requería un enorme esfuerzo físico, no sólo de brazos, sino de todo el cuerpo, que se levantaba y se sentaba para hacer avanzar y retroceder la nave, bogar y ciabogar, interminablemente, sin parar, durante años, encadenados al banco que acompañarían en caso de naufragio. En contraprestación, el rey los alimentaba con bizcocho, un pan de harina de trigo integral elaborado sin levadura que aquella chusma de desdentados comía remojado en agua, debido a la doble cocción a la que era sometida la masa para evitar la fermentación durante la travesía. Para almorzar, el bizcocho se complementaba con mazamorra, una calderada hecha con las legumbres disponibles, habas, lentejas o garbanzos, mientras que la cena consistía en un triste cuenco de sopa preparada con el bizcocho más estropeado. El desdichado galeote soportaba la calamidad con resignación, conociendo que los capitanes castigarían con extremada dureza cualquier gesto de rebeldía.
En 1748, tras la Paz de Aquisgrán que puso fin a la Guerra de Sucesión Austriaca, Fernando VI suprimió las galeras. No así las penas de los forzados, que desde entonces fueron enviados a las Indias, a los presidios de África, a las minas de Almadén. Algunos años más tarde, Carlos III restableció la flota para combatir el corso argelino, pero finalmente su hijo y sucesor, Carlos IV, suprimiría definitivamente el penar de miles de infortunados galeotes que durante tres siglos hubieron de cargar involuntariamente con el peso de las glorias de la Monarquía.