Coincidiendo con el año 1000 del calendario Hijri de la Hégira, el emperador mogol Akbar de la India se prestó a conmemorar el viaje iniciático de Mahoma a La Meca en el 622 de nuestro calendario con una vigorosa y profunda revisión de las políticas públicas que regían en su Imperio y las costumbres y las prácticas sociales de sus súbditos. El fundamento de Akbar era el ambicioso y poco usual concepto según el cual la búsqueda de la razón -en oposición a lo que él llamó la tierra fangosa de la tradición- era el camino correcto para afrontar los problemas de conducta entre religiones y los retos de construir una sociedad justa para alcanzar la paz social en la India multicultural del siglo XVI.
Akbar reinó entre 1556 y 1605 el Gran Mogol, un poderoso imperio islámico que ocupó gran parte de los territorios de la actual India, Pakistán y Bangladesh y determinadas zonas de Afganistán, Nepal, Bután e Irán. Aunque alejado de la verdad incondicional revelada por la fe islámica, Akbar era un devoto musulmán que se encontraba atraído intensamente por la filosofía y la cultura hindúes –la religión mayoritaria de la población-, y también por las prácticas de otras creencias minoritarias como el cristianismo, el jansenismo y la parsi. En Agra, la capital imperial, organizó diálogos sistemáticos entre ellos, entre los que incluía a agnósticos y ateos, llegando a intentar establecer una religión sincrética para todo el subcontinente indio -la Din Ilahi-, nacida de las bondades de las diferentes fes y compatible con cualquier otra confesión, siempre que se mantuviera la lealtad al emperador. La tolerancia se convirtió en una virtud a practicar por todos y protegida por el Estado, que debía permanecer neutral y equidistante de las diferentes religiones, estableciendo así las bases del laicismo como exigencia para alcanzar la paz en un Estado multicultural.
Akbar, también llamado El Grande por su sabiduría y El Viejo, pues no fue el único en ser tolerante entre los emperadores mogoles, promulgó varios decretos centrados en la tolerancia de la comunidad y la libertad individual de cada uno a examinar sus creencias bajo el prisma crítico que proporciona la razón suprema, imperativo alejado de ciertas costumbres y políticas religiosas hasta entonces vigentes en su Imperio. De este modo, introducía el laicismo del Estado como garantía de que ningún ciudadano fuera molestado por sus creencias, defendía que todo el mundo pudiera cambiar de confesión religiosa a voluntad, legalizó y fomentó los matrimonios mixtos, con el argumento de que no trataban de igual manera a todos los ciudadanos abolió la yizia, unos discriminatorios impuestos especiales sobre los no musulmanes, y liberó a todos los esclavos del imperio, ya que beneficiarse de la fuerza supone ir más allá del reino de la justicia.
No cabe duda que las instituciones democráticas modernas que hoy conocemos proceden del pensamiento liberal occidental del siglo XVIII. Sin embargo, Akbar el Grande, un emperador con un poder absoluto, aceptaba la libertad y la diversidad de creencias y prácticas religiosas, una de las bases de los derechos humanos conquistados siglos después. Un ejemplo especialmente llamativo si consideramos que aún hoy en Occidente el Islam es sinónimo de inflexibilidad despiadada y rigidez pétrea.
Y resulta relevante subrayar que mientras Akbar se pronunciaba sobre la senda de la razón como factor clave de un comportamiento bueno y justo y como marco legal de los deberes y los derechos de sus súbditos, Miguel Servet en Ginebra, Giordano Bruno en Roma y tantos otros en la Europa del Renacimiento, morían quemados en las hogueras de la intolerancia y el desprecio.