Erasmo no podía ser consejero sino con la pluma en la mano, en el recogimiento de su gabinete de trabajo. Un filósofo que se mete a gobernar puede resultar buen o mal político, pero deja de ser filósofo. Lo que de él se podía esperar era que trabajase con sus escritos en pro de la reforma de los espíritus y los corazones, y que invitara a los reyes al establecimiento de una paz sincera y perpetua.
En la primavera de 1515, el canciller de Brabante Jean le Sauvage nombró a Erasmo de Rotterdam consejero del archiduque Carlos. En respuesta al cumplimiento de su misión como preceptor, al año siguiente, Erasmo le anunciaba al canciller su primera obra dirigida al adolescente al que debía asesorar, un joven de dieciséis años que estaba predestinado a ser el monarca más poderoso de su tiempo, el emperador Carlos V.
En la Institutio principis christiani, Erasmo desplegó su doctrina de manera simple y didáctica, huyendo de la abstracción intelectual de la escolástica. Libre de temeridad y adulación, y preocupado por el bien público, explicaba que el gobierno del príncipe debía entenderse como el ejercicio de la autoridad de un ciudadano libre sobre otros ciudadanos libres, cuestión que representaba una gran responsabilidad mutua. Así, mientras invitaba a Carlos a ver en el príncipe que le presentaba el modelo de honestidad y sabiduría que debía seguir para su bien y el de la república, enseñaba a los ciudadanos que entre sus obligaciones estaba la de vigilar la educación del príncipe, de la que a buen término surgiría un auténtico gobernante cristiano que traería prosperidad y paz.
Bajo la influencia de sus propios fundamentos ideológicos, políticos y religiosos, que tanto debían a la Institutio principis christiani que Erasmo le dedicase en su juventud, Carlos V fue el indiscutible maestro en el arte de gobernar de su hijo, el príncipe Felipe. Admiradores de Erasmo como los preceptores Juan Cristóbal Calvete, Honorato Juan y Juan Ginés de Sepúlveda fueron los responsables del extenso conjunto de conocimientos en los que Felipe fue conscientemente instruido durante sus primeros dieciocho años de vida. Desde teología a arte, desde medicina a historia, siguiendo una línea pedagógica erasmista marcada hacía años por Alfonso de Valdés, Bernabé de Busto y Lucio Marineo Sículo y que tuvo como resultado una educación enciclopédica, brillante y coherente con las ideas del humanista holandés. Pero su instrucción que no se limitaría al ámbito palaciego de Valladolid, sino que continuó abierta a las influencias europeas, en especial a raíz del felicísimo viaje en el que se puso en contacto a la corte bajo su mecenazgo y protección con los círculos humanísticos belgas de Amberes, Bruselas y Lovaina.
Obligado por las coyunturas políticas y religiosas, el príncipe irenista preocupado por la conversión pacífica de los herejes y por la paz con Francia, se transformó en el brazo armado de la contrarreforma tridentina. Sin embargo, aunque por un lado avalaría el Índice de libros prohibidos -entre los que se encontraría la obra íntegra de Erasmo-, por otro, mantuvo la escuela biblista de San Lorenzo de El Escorial y guardó en los anaqueles de su biblioteca la misma obra sin censurar. Un peculiar erasmismo sin Erasmo que empapó a toda la cultura española posterior, a juzgar por lecturas como El Quijote o Política de Dios, gobierno de Cristo y tiranía de Satanás.
Tres años antes de la Institutio principis christiani de Erasmo y de la Utopía de Tomás Moro, un Nicolás Maquiavelo encarcelado había escrito El Príncipe. Curiosamente, la humanidad olvidó durante siglos la educación del príncipe cristiano, a pesar de que invitaba a forjar una sociedad de justicia y de paz. La tradición y la práctica política prefirieron la obra de Maquiavelo como el arquetipo orientador de los gobernantes occidentales hasta la actualidad. Quizá más cuestionable desde el punto de vista ético, pero sin duda, al menos para algunos, más positivo para sobrellevar su esforzada vida cotidiana.