... debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir.
En el Quijote, Miguel de Cervantes justifica la aventura de Alonso Quijano con el hallazgo de un manuscrito del historiador Cide Hamete Benengeli, que le permite dedicarse, con cierto detalle, a los historiadores en esos términos. Construcción ciceroniana en la que el historiador se dibuja como un santo laico, alejado del mundo y de sus tentaciones. Advertencia encubierta de la manipulación que se hace de la historia por todos aquellos que la utilizan de forma torcida para dominar la opinión pública. Pero eso no es hacer historia si no bogar al ritmo que marca el político de turno en su papel de cómitre.
El 31 de mayo de 1410, Martín I el Humano muere sin descendencia, negándose por tres veces a nombrar un heredero y mostrando su voluntad de que el sucesor fuera elegido en justicia, rechazando así al sucesor aparentemente más idóneo, su sobrino Jaime de Aragón, conde de Urgel. En tiempos en los que los reinos carecían de naturaleza jurídica propia y sólo la acumulación de títulos alcanzada por el matrimonio y la descendencia garantizaba la unidad territorial, cinco ambiciosos parientes suyos aspiraron al trono vacante. Tras dos años de interregno caracterizado por la violencia entre las facciones, la reunión de varios parlamentos, primero en Calatayud, después en Alcañiz y finalmente en Caspe, culminó con el compromiso de todos los implicados de aceptar al regente de Castilla Fernando de Trastámara como rey de Aragón, resolviendo la cuestión sucesoria y asegurando la estabilidad institucional.
Al margen de que muchos años más tarde se afirmara que en acta de la elección unánime del Compromiso de Caspe complació mucho en Aragón, menos en Valencia y apenas en Cataluña, si tenemos en cuenta las dificultades políticas del escenario que deja Martín I, la solución al problema sucesorio vino a través de un pacífico compromiso para mantener la unión territorial y dinástica de la Corona de Aragón, frente a lo que otros reinos resolvieron por las armas. Como la Primera Guerra Civil que poco antes había sucedido en la propia Castilla con el regicidio de Pedro I el Cruel a manos de su hermanastro Enrique II o como la Guerra de las Dos Rosas entre los York y los Lancaster, sucedida poco después en Inglaterra. Dos conflictos que ejemplifican la lucha interna y familiar por la sucesión dinástica, sin necesidad de extranjeros metiendo cizaña.
Hace más de un siglo que, utilizando los mismos documentos, los historiadores castellanistas y catalanistas ofrecen enfoques opuestos sobre el Compromiso, generalmente en función de lo que cada uno cree, en clave contemporánea, que son las ventajas e inconvenientes de su firma. Como aquellos que afirman con alegría que en Caspe se halla el germen de la moderna nación española porque la entronización de este primer Fernando preparó el posterior reinado de su nieto, Fernando el Católico, y con él, la reunificación de España. O como otros, que afirman que los protagonistas de esta historia son los ciudadanos de una federación catalanoaragonesa, entidad jurídica que nunca existió. Pero lo que ninguno explica es que el estallido, varios años después, de la Guerra Civil Catalana más tiene que ver con el enfrentamientos entre catalanes de La Biga y La Busca, entre los Pagesos de remença y sus señores, entre los dirigentes del Principado y el monarca, que con un infante de Castilla accediera mucho después al trono de Aragón.