A mediados del siglo XV, el historiador Jean Mansel compuso La fleur des histories, un manuscrito ilustrado en el que se inserta el famoso mapamundi atribuido a Simon Marmion, La tierra repartida entre los tres hijos de Noé, miniatura iluminada según la concepción que siglos atrás enseñara a toda la fe medieval Isidoro de Sevilla. En la parte alta del mundo, en el contacto entre el cielo y la tierra, entre lo puro y lo corrupto, se situaba un horizonte rico en tesoros excepcionales, entre ellos el más preciado de todos, el oro. La relación de las montañas con el preciado metal procedía de una especulación medieval evocada en De proprietatibus rerum por Bartolomé de Inglaterra, que consideró al oro como un metal puro debido a sus supuestas cualidades celestiales.
En el imaginario medieval, el Paraíso Terrenal se encontraba en alguna parte de la tierra y era en esas partes altas, en el cuarto continente planteado en el tratado Imago Mundi del geógrafo y teólogo francés Pierre d’Ailly, donde debía encontrarse. La certeza de su existencia y las posibilidad de alcanzarlo se relacionaban con el mito grecolatino de las Islas Afortunadas, donde las almas virtuosas gozaban del reposo después de la muerte; y con el periplo de San Brandan de Clonfert, el abad de un grupo de monjes irlandeses del siglo VI que habían ido en busca del Paraíso, no por un oriente en manos de infieles, sino por occidente, conociendo que la tierra era redonda. Como para San Borondón, para el Almirante, el Paraíso debía encontrarse en ese cuarto continente del Imago Mundi que lo acompañaba en sus viajes, en las Indias. Pero que el Paraíso sea una montaña, lo hace difícilmente accesible. Así lo entendió Colón cuando emprendió su peregrinación por el mar occidental. Alcanzar la tierra de promisión significaba cruzar un mar lleno de peligros; acercarse al Paraíso era acercarse a la caída del hombre.
Diez años antes de su desembarco, los portugueses habían encontrado en San Jorge de la Mina una posición fortificada en el Golfo de Guinea que les permitía controlar las rutas comerciales del oro de Sudán. Portugal se había convertido en poco tiempo en la monarquía europea más pudiente, Colón lo había visto y sólo deseaba repetir el éxito a partir de la fuente de fortuna más importante, el Paraíso de la tradición. Y yo estava atento y travajava de saber si avía oro escribió el Almirante al anotar en su Diario el 13 de octubre de 1492. Observó a los nativos y vio que pendía de un agujerito que algunos tienen en la nariz un pedacito de oro. No podía retroceder, esta tierra debe desearse, descubrirse y jamás abandonarse. Las licenciosas costumbres de los indígenas y que las tierras de los Caribes antropófagos eran señaladas como las que albergaban las cantidades más importantes de oro fueron signos suficientes que le indicaron que seguía la pista adecuada, el camino de la caída del hombre. Pero el oro americano que legitimaba la financiación de sus travesías tardaba en llegar a las arcas, y los impacientes y perspicaces consejeros reales lo denunciaron a partir de 1493. El Almirante no pudo más que mentir y prometer más aún.
Al llegar a las fuentes del Orinoco en 1498, Colón comprendió que en ninguna parte del mundo existía un sitio donde el cielo, el agua y la tierra se mezclaban con tanta fuerza. Anotó creo que allí es el Paraíso Terrenal, adonde no puede llegar nadie salvo por voluntad divina y nombró Jardines a la tierra que encontró poblada. En su Diario recogía testimonios que señalaban su progresión hacia la naturaleza primigenia, pero las pruebas tangibles del éxito, su único éxito posible, no llegaban. No podía suministrar el oro que pretendía ver por todas partes por el simple hecho de que era tan escaso que no bastaba para apoyar sus argumentos. Entonces, inspirado por la experiencia portuguesa en África y lejos del control de la Corona, el genovés estableció un gobierno orientado exclusivamente hacia la cosecha del oro, lo único que le interesaba con el fin de acumular las pruebas que faltaban, su obsesión, su única obsesión.
Con motivo de las continuas quejas contra la administración del Almirante y contra la dureza de sus leyes, el Comendador Francisco de Bobadilla fue designado por los Reyes Católicos juez pesquisidor y gobernador de las Indias en sustitución de Cristóbal Colón. Arribó a Santo Domingo el 23 de agosto de 1500 y dos días más tarde, después de tomar posesión de su mando leyendo su nombramiento, se apoderó de la fortaleza, se hizo cargo de los presos y de los indios esclavizados, abonó los salarios atrasados, y se incautó de todos los bienes de los tres hermanos, además de iniciar una pesquisa contra el Almirante. En poco más de un mes, apresó a los tres hermanos, los encadenó con grilletes y los envió a España con la orden de que fueran entregados a Juan Rodríguez de Fonseca, miembro del consejo de los Reyes Católicos encargado de la política colonial castellana en las Indias, además de tenaz enemigo de los Colón.
La historia de Colón y el descubrimiento fue gestada entorno al humanista Pedro Mártir de Anglería, a los herederos del almirante -su hijo Hernando, su hermano Bartolomé y su sobrino Andrea- y fray Bartolomé de Las Casas. Esa historia nos cuenta que los Reyes Católicos manifestaron sentir el atropello y ordenaron la puesta en libertad de los hermanos cuando llegaron a España. Pero no destituyeron a Bobadilla, que continuó dos años en el Gobierno de las Indias hasta 1502, en que llegó su sucesor, Nicolás de Ovando.