Había una vez una rana sentada en la orilla de un río, cuando se le acercó un escorpión que le dijo, —Amiga rana, necesito cruzar el río, ¿Podrías llevarme en tu espalda? —¡No! Si te llevo en mi espalda, me picarás y me matarás. —No seas tonta —le respondió entonces el escorpión— si te picase, me hundiría contigo y me ahogaría. Ante esta respuesta, la rana accedió. El escorpión se colocó sobre la espalda de la rana y empezaron a cruzar el río. Cuando habían llegado a la mitad del trayecto, el escorpión picó a la rana. La rana, al darse cuenta que iba a morir, le preguntó al escorpión: — ¿Por qué me has picado, escorpión? ¿No te das cuenta de que tú también vas a morir? A lo que el escorpión respondió, – Rana… mi amiga, no lo pude evitar, no tuve elección. Es mi naturaleza.
De entre los subgéneros literarios de transmisión oral, la fábula siempre ha gozado de una notable reputación, tanto por su papel evocador del primer aprendizaje del niño, como por ser un elemento cognoscitivo que nos permite aproximarnos a las virtudes de los hombres, sus relaciones y las condiciones de su existencia en sociedad. Salvando la distancia existente entre lo que la fábula quiere decir y dice, y abandonando cualquier tentativa de precisar sus orígenes, el uso de estas breves composiciones siempre resulta válido como fuente que persigue una enseñanza moral y útil, incluso en ocasiones, para la historia.
Desde Platón y Aristóteles, apelar a una determinada naturaleza ha sido el soporte sobre el que han gravitado determinados discursos éticos y acciones políticas que legitiman un orden social inmutable y justifican la posición que cada individuo ocupa en la sociedad. Durante siglos, el determinismo biológico ha negado cualquier posible transformación social, que el hombre nacía como algo definido, inalterable, bueno o malo, noble o esclavo, sosteniendo que tanto las normas de conducta como las diferencias sociales, derivan de condiciones innatas que las relaciones entre individuos no hacen más que reflejar. Desvinculado del contexto histórico, lo biológico se impone y anula la esencia de la humanidad, la capacidad para alcanzar un mundo nuevo civilizador.
No debería sorprender la frecuencia con la que se ha insertado una fábula en los escritos que han vertebrado el pensamiento político orientado a superar el estado de naturaleza y alcanzar el de civilización mediante un pacto social. Así, Hobbes nos enseña en su Leviatán que el hombre es un lobo para el hombre, un ser dominado por las pasiones, pero que siendo inteligentes además de violentos, egoístas y malvados, deciden firmar un pacto irrevocable consistente en la cesión del poder del individuo a un estado que habrá de mantener el orden y la paz. Por otro lado, en la Fábula de los trogloditas Montesquieu nos instruye sobre la tensión existente entre libertad y sometimiento a las leyes de un pueblo imaginario de orillas del Mar Rojo, desprovisto de principio alguno de equidad y justicia, aunque algo más humanizados que los descritos por Hobbes, pues carecen de pelo como los osos, tenían dos ojos y no aullaban. ¿Y no es un animal el Buen Salvaje, un ser irracional nacido independiente en la perfección de la naturaleza y condenado por Rousseau a depravarse en sociedad?.
Tesis donde Libertad e Igualdad son los valores y los derechos fundamentales del Estado y que Mandeville se encarga de desmontar en La fábula de las abejas, donde intenta demostrar que los vicios individuales se convierten en beneficios de todos, que el engaño, el lujo y el orgullo son, junto con el hambre, los cimientos de toda convivencia humana y que la prosperidad del Estado se funda en la rapacidad de sus miembros. Pueden darle todas las vueltas que quieran a la fábula de la rana y el escorpión, incluso quedarse con la simple moraleja del no te fíes de las apariencias. Pero en esta hora vendría bien recordar a nuestros gobernantes los atributos básicos con los que Maquiavelo dotó a su Príncipe y entender que el escorpión no es ni bueno ni malo, simplemente es incorregible.