El 13 de enero de 1750, reinando Fernando VI en España y Juan V en Portugal, ambas potencias firmaban en Madrid un Convenio Internacional para deslindar sus dominios de Ultramar. El documento, llamado Tratado de Madrid, era un tratado de límites que, además de precisar el alcance territorial de ambas naciones, derogaba el Tratado de Tordesillas, principal motivo de los conflictos coloniales entre España y Portugal. De este modo, se introducía un nuevo criterio demarcador que conciliaba la posesión real y conservación de los territorios dominados por ambas soberanías con el principio de fijar los límites en accidentes geográficos. Así, mediante el enfoque geográfico se abandonaba la práctica de delimitar imperios con meridianos que, además de ser referencias astronómicas imaginarias difíciles de verificar en aquel tiempo, no siempre estaban trazados por espíritus inocentes de forma inofensiva.
La frontera entre ambos imperios estaba fijada por el Laudo (1493) promulgado por el Papa español Alejandro VI a raíz del descubrimiento de Colón, es decir, desde antes del descubrimiento de tierra firme. La llamada Línea del Papa, trazada a cien leguas hacia occidente de las Azores y Cabo Verde, adjudicaba a Castilla todas las islas y tierras firmes descubiertas y por descubrir al oeste de dicho meridiano, que de polo a polo recorría el Atlántico. La demarcación había sido dibujada de forma arbitraria pero también inteligente, pues respetaba las zonas de influencia de ambas potencias y dejaba una extensa zona de mar que evitaría futuras desavenencias. Sin embargo, como ni las Azores y Cabo Verde se encuentran a la misma latitud ni la legua era una medida de longitud estándar, la astuta diplomacia portuguesa desplazó el meridiano del Papa bastante más allá, conviniendo con Castilla el Tratado de Tordesillas. Un acuerdo de enorme trascendencia pues reconocía a Portugal el derecho de conquista en América.
El Tratado de Madrid establecía la nueva frontera en la divisoria de las dos grandes cuencas hidrográficas sudamericanas, la del Río de la Plata y la del Amazonas. Pero el devenir histórico después de más de dos siglos de conquista y colonización hizo necesarias determinadas cesiones territoriales, siendo el mayor motivo de discordia la permuta de la Colonia de Sacramento en el Río de la Plata, transferida a España a cambio de un vasto territorio en la margen oriental de Uruguay entregado a Portugal. Allí se encontraban las siete misiones o reducciones del Paraguay, centros de población guaraní administrados por la Compañía de Jesús que, fundadas mediante concesión siglo y medio antes, habían alcanzado un envidiable grado de desarrollo económico. Además, conformaban el espacio de formación de milicias indígenas destinadas a servir como súbditos leales –no como esclavos- al Rey de España contra los continuos ataques de los portugueses y de los indios infieles de los territorios colindantes.
Estas reducciones nunca estuvieron bien vistas. La organización comunal del trabajo y la concentración de indígenas que huían de la esclavitud causaban recelo en los colonos de los territorios limítrofes; la forma abierta y tolerante de evangelización jesuítica preocupaba a algunas autoridades eclesiásticas; y su codiciada prosperidad los hacía tan independientes del poder virreinal que incluso algunos coetáneos, no sin malicia, hablaban del Imperio Jesuítico del Paraguay.
La resistencia en la aplicación del tratado de límites desembocó en la llamada Guerra Guaranítica, conflicto justificado por los indígenas en la ruptura del pacto de sujeción que tenían con el rey de España desde el origen de las reducciones, un quebranto que significaba la pérdida de la protección del Rey de España y la consiguiente pérdida de sus tierras y su libertad.
Hasta hace bien poco, el histórico etnocentrismo europeo había desviado la atención sobre el verdadero papel desempeñado por los caciques locales y la sociedad indígena insurgente. Ahora recordemos el argumento de la película La Misión para comprender que la lucha de las reducciones contra dos imperios coloniales empeñados en hacerlas desaparecer tenía un desenlace previsible y amargo. Posiblemente hubiera pasado desapercibido si su remate no tuviera relación directa con la expulsión de los jesuitas de muchos países europeos, entre ellos Portugal (1759) y España (1767), a pesar de que después del Padre Mariana, la Compañía había enfriado su discurso sobre el derecho a la violencia contra el tirano frente a una medida injusta.