Gentiles hombres, ya no da el tiempo, lugar, ni es menester que yo ponga ánimo a vosotros porque veo que vosotros me lo dais a mí; pero sólo os quiero traer a la memoria el dichoso estado en que Dios y vuestras buenas suertes os han traído, pues en vuestras manos está puesta la religión cristiana y la honra de vuestros Reyes y de vuestras naciones. Estas fueron las primeras palabras de la arenga que un joven de veintitantos años dirigió a sus tropas aquella mañana del 7 de octubre de 1571. Se encontraba sobre la suntuosa carroza de la galera real Argo, navegando frente a la costa griega del golfo de Lepanto. Breve invitación la del hijo bastardo del Emperador, Juan de Austria, pero suficiente para que noventa mil hombres se aprestaran a la lucha y, con la asistencia de ignacianos, capuchinos y franciscanos, a bien morir.
Por tierra desde Turquía, el enemigo universal de la cristiandad había ocupado, en la segunda década del siglo XVI, gran parte de Europa Oriental llegando a poner cerco a Viena, la capital del Imperio, en 1529. Sin la capacidad y el atrevimiento necesarios para atacar a España, una enorme flota había atacado Malta, asalto que de haber tenido éxito, hubiera supuesto una grave amenaza para Sicilia e Italia y todo el Mediterráneo Occidental. Además, se habrían fortalecido los lazos fraternales entre el turco y aquellos que sí hostigaban a España desde hacía tiempo, berberiscos –entre ellos Barbarroja-, moriscos y franceses, por aquel entonces aliados de la Sublime Puerta.
Consciente de la manifiesta superioridad otomana, Felipe II había logrado en pocos años obtener una fuerza naval mediterránea, las escuadras de Galeras Reales, casi cuatro veces superior a la existente durante el reinado de su padre y técnicamente por delante de cualquiera de sus rivales. Firmada apenas cinco meses antes de la arenga de Lepanto, la alianza de la Monarquía Hispánica, los Estados Pontificios y la Serenissima Repubblica de Venecia conocida como la Santa Liga, proporcionó a Felipe II la oportunidad de erigirse como el brazo armado de Dios y guía temporal de la cristiandad, cumpliendo así con la vocación mesiánica de la dinastía Habsburgo, con el beneplácito del juicioso Pio V.
La victoria de Lepanto no debe ser minimizada considerando la urgente necesidad que tuvo España de orientar su atención a los Países Bajos o la rapidez con la que los venecianos buscaron la paz para proteger su tradicional comercio. Lepanto no fue sólo la primera gran victoria naval sobre los turcos, fue el primer auténtico encuentro entre ambas flotas demostrando que los otomanos no eran invencibles. Fue entonces cuando el Imperio otomano comenzó su lenta pero irremediable decadencia hasta su desaparición en la Primera Guerra Mundial.
Espoleados por las palabras del hermano del Rey, aquel día de octubre estuvieron dispuestos a bien morir los generales Álvaro de Bazán, Luis de Requeséns, Andrea Doria, Sebastián Veniero y Marco Antonio Colonna. Y un abundante número de sin nombres entre capitanes, cabos bombarderos, condestables, cómitres y sotacómitres, maestres y pilotos. Sin olvidar a los Tercios Viejos, que fueron los que esquivaron la derrota en un terrible cuerpo a cuerpo de infantería contra el infiel, ni a la gente del remo, la chusma, unos 250 galeotes de media, ni a los buenas boyas, desgraciados que habiendo sido liberados de galeras, habían vuelto por no encontrar oficio en otra parte.
Miguel de Cervantes, dejándose llevar por su intuición o por un secreto que nunca confesó, se había unido a la galera Marquesa de la armada de Lepanto, en cuya batalla perdió la mano izquierda de un arcabuzazo. Herida que, aunque parecía fea, él la tenía por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros.