Fernando e Isabel eran sólo Reyes destos Reinos; de nuestra lengua, nacidos y criados entre nosotros, conocían a todos, criaban los hijos e hijas en su Corte, arraigábase el amor; los que morían en su servicio, pensaban que en ellos dejaban padres a hijos... jamás se veían sin Rey, andaban por sus Reinos, eran conocidos de grandes y pequeños; oían sin aspereza y respondían con amor que en verdad tanto contenta como una merced; en su mesa y cámara andaban todos; ellos tenían confianza dellos y ellos dellos; no veían la extrañeza de agora.
Esta Carta del Almirante de Castilla al emperador Carlos V escripta en el año 1523 supuso la confirmación del temor que Isabel la Católica ya había advertido en su testamento veinte años atrás, el peligro que suponía el ascenso al trono de una dinastía extranjera. Incluso, por ser Felipe el Hermoso de otra nación y de otra lengua, la reina barajó la posibilidad de alternar el orden de llamamiento sucesorio, traspasando los derechos dinásticos de Juana a uno de sus hijos, preferentemente el infante don Fernando. También el Rey Católico, en su testamento de 1512, había designado heredero a Fernando, tan excelente en virtudes y buenas costumbres de España. Sin embargo, pese a que al joven infante castellano se le haçia rreçibimiento como a prinçipe, los Grandes indujeron al monarca a cambiar de opinión el día antes de morir, manteniendo el orden sucesorio a favor de su nieto primogénito Carlos de Gante, nacido y educado en la corte de los Países Bajos.
Tal decisión no contentó a los castellanos que veían en Fernando al príncipe natural de las tierras de Castilla. Cuestión que el olfato político de Carlos tuvo muy presente cuando al poco de arribar a las costas del Cantábrico, envió a Fernando camino de Centroeuropa. Desde que llegó, su desconocimiento de todo lo español, incluido el idioma, fue motivo de inquietud. A pesar de diversas amonestaciones y consejos, durante mucho tiempo el nuevo monarca no superó el desencarnamiento con sus reinos españoles, una separación que, agravada por los errores de cálculo y mal gobierno de Monsieur Chiévres y de Adriano de Utrecht, desembocó en las guerras de las Comunidades en Castilla. Impartir recta justicia, no abandonar el reino y conceder mercedes, siempre según el modelo que los Reyes Católicos habían dispuesto de antiguo, fueron las exigencias que los procuradores de las Cortes de La Coruña de 1920 hicieron al rey. A éstas se sumaban las presentadas dos años antes en las Cortes de Valladolid, entre otras, que el Rey hiciera merced de hablar en castellano, que en el servicio de su casa se diera entrada a castellanos y españoles, y que no se casara con princesa extranjera para lograr el tan ansiado príncipe natural.
Consecuencia de la lucha cortesana entre castellanos y flamencos por controlar las instituciones y del interés de las élites por conseguir representatividad e influencia, en principio estas peticiones fueron silenciadas por el monarca, lo que magnificó el eco que tuvieron en el pensamiento político de los comuneros. La simple razón de aver venido a reynar en ellos personas extrangeras en habla y en su forma de vivir comprometió la viabilidad de la monarquía carolina. El Rey Emperador no lo entendió hasta que la victoria de sus tropas en Villalar y el ajusticiamiento de Padilla, Bravo y Maldonado, le permitieron afianzar sus dominios, pero sobre todo comprender poco a poco las razones del levantamiento.
En 1526 Carlos tomó por esposa a Isabel, infanta de Portugal, muy amiga de nuestra nasción y de todos los castellanos y que habla nuestro castellano como nos lo hablamos. Cuando de esa unión nació el futuro Felipe II, fue recibido como un acontecimiento de singular importancia, tras treinta años sin un príncipe natural. Como los Reyes Católicos habían dispuesto de antiguo, dejándonos señora de nuestra lengua y príncipe, podía S.M. ir por todo el mundo.
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