Por motivos de humanidad y para poner fin a las barbaries, derramamiento de sangre, hambre y miseria allí existentes que las partes en el conflicto no pueden o no quieren terminar o mitigar. Esta fue una de las razones de las que se sirvió el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica William McKinley, cuando el 11 de abril de 1898 solicitó al Congreso la intervención en la Guerra de Independencia de Cuba frente a España. Agotada la vía diplomática y después de un dilatado proceso de predisposición de la opinión pública, ésta se convirtió en una causa justa para incorporarse a una guerra cuyo resultado es de sobras conocido. Parece ser que España hacía la guerra contra los revolucionarios empleando métodos indignos, contrarios al derecho de gentes, un comportamiento reprochable que terminó causando la muerte por inanición de más de doscientos mil civiles, en su mayoría mujeres y niños.
La justificación de esta y otras muchas intervenciones similares, que ya en la época del derecho internacional clásico se denominaban humanitarias, se remonta al concepto de Guerra Justa desarrollado, sobre todo, por el español Francisco de Vitoria. Cuatrocientos años antes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), este fraile dominico partió de la premisa de que el mundo debía regirse por el Derecho Natural que hace iguales a todos los hombres y defendió la guerra como medio para proteger a los inocentes frente a sus tiranos, invocando el derecho de gentes. Sin embargo, fue Hugo Grocio quien algo más tarde formularía de una manera más completa el concepto de Guerra Justa. Aunque conviene precisar que fue precisamente el holandés el que empieza a proclamar los principios de Soberanía de los Estados y el de No Intervención, consagrados en la Paz de Westfalia (1648) y que desde entonces se encuentran en la base misma del Derecho Internacional moderno.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial, el principio de prohibición del uso de la fuerza introducido en el Derecho Internacional por la Carta de las Naciones Unidas supone de iure la prohibición de la guerra como medio para resolver los conflictos internacionales. Antes de la Carta, no se contaba con un sistema institucionalizado que regulara el uso de la fuerza y, aunque ya se venían observando normas en contra del bombardeo de las ciudades o sobre el tratamiento a los prisioneros, no existía la prohibición jurídica de la guerra, y las relaciones entre los Estados en materia de guerra se caracterizaban por la ausencia de Derecho.
Tras la desaparición de la Unión Soviética, y coincidiendo aproximadamente con que Francis Fukuyama defendía el fin de la historia como lucha entre ideologías y el advenimiento del mejor de los mundos posibles basado en la política y la economía de libre mercado, ese conjunto de actos salvajes y crueles tradicionalmente protagonizado por los Estados, ha abierto sus puertas a otras fuerzas beligerantes de carácter interno o transnacional que como Al Qaeda, originan conflictos de una naturaleza desconocida hasta ahora. Sucesos como el Genocidio de Ruanda, la Masacre de Srebrenica, el Bombardeo de la OTAN a Yugoslavia o el Atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York han puesto en tela de juicio los conceptos de soberanía y no intervención, con el razonable resurgimiento de la antigua doctrina de la Guerra Justa.
El conflicto con Israel ha ocultado durante años la crudeza, represión y falta de escrúpulos del régimen sirio de Bashar Al-Assad y su padre. Después de mucho mirar hacia otro lado, las potencias occidentales descubren ahora que se suceden flagrantes violaciones de los derechos humanos, tanto de las fuerzas gubernamentales como de los rebeldes. Después de Libia y Egipto, la Primavera Árabe se merece una nueva oportunidad muy compleja de alcanzar. La piedra ya no está en el tejado del oftalmólogo de Damasco y deberá rendir cuenta de sus actos y omisiones ante sus ciudadanos y la comunidad internacional. Aunque a nadie le guste el horror y la barbarie de la guerra, sea justa o injusta.