Una tarde después del entrenamiento, Glenn Cowan, miembro del equipo norteamericano que se encontraba disputando el Campeonato del Mundo de Tenis de Mesa en Japón, perdió el autobús de su delegación. Sin saber bien qué hacer, terminó por hacer caso a los amables gestos que, desde otro autobús, le invitaban a subir. Los quince minutos de trayecto hasta Nagoya trascurrieron en silencio, hasta que el triple campeón del mundo Zhuang Zedong se levantó y le regaló un pañuelo de seda estampado con las montañas de Huangshan. Al llegar, un reportero le preguntó ¿Le gustaría visitar China?. El signo de su respuesta no hubiera tenido mayor trascendencia si no fuera porque corría abril de 1971 y ambos países se encontraban en plena Guerra de Vietnam, con los norteamericanos aliados del gobierno de Saigón y el demonio rojo armando al Viet Cong.
A su llegada al poder en 1949, Mao Zedong vio en el deporte rastros de la perversa ideología de la vieja sociedad, una actividad contrarrevolucionaria cuya práctica prohibió en toda la República. Unos años más tarde, evocando la inclinación que había mostrado en la escuela por la natación, el Gran Timonel cambió de opinión y comenzó a manifestar un saludable aunque inesperado interés por el deporte. Fue por aquella época cuando nadó contracorriente 13 kilómetros del Yangtsé, proeza que, además de demostrar la excelente salud de un rocoso y voluntarista septuagenario, era ejemplo del vigor que la nación necesitaba. A partir de entonces los triunfos de sus deportistas comenzaron a ensalzar las virtudes revolucionarias ante el resto del mundo, aunque ese residuo ideológico del capitalismo que es el Comité Olímpico Internacional nunca fue de su agrado, menos aún su presidente, el furibundo anticomunista Avery Brundage.
Richard Nixon era tan aficionado al futbol americano que durante la guerra de Vietnam su nombre en clave era Quarterback. Hacia 1969, con el agravamiento de las tensiones fronterizas entre chinos y soviéticos y aspirando a finiquitar la intervención de Estados Unidos en Vietnam, comenzó a mostrar un inusitado interés en arreglar las relaciones con China. En un principio, los esfuerzos diplomáticos se caracterizaron por la resistencia china a negociar con el principal protector de Taiwán, pero todo cambiaría con el cordial incidente entre los dos tenistas. Mientras tanto, como buen anticomunista, se negaba a levantar el veto a Tommie Smith y John Carlos, los atletas del Black Power que puño en alto saludaron al himno en México 68.
Como los chinos han sido siempre hábiles practicantes de la realpolitik y estudiosos de una doctrina estratégica más cercana a El arte de la guerra de Sun Tzu que a la diplomacia occidental, las crónicas apuntan a que fue el entusiasmo al ver la foto de Zhuang y Cowan lo que llevó a Mao a invitar al equipo estadounidense de ping-pong. Poco importaba que tan sólo tres años antes, el entrenador Fu Qifang, el jugador Jiang Yongning y el primer chino en conquistar un título mundial en cualquier deporte Rong Guotuan, hubieran sido acusados de espionaje y suicidados como consecuencia de la Revolución Cultural, una orgía de fanatismo y violencia que llegó a considerar al ping-pong un deporte burgués por haber sido inventado -como casi todos- en Inglaterra.
Diez días después de cursar la invitación, el perplejo equipo estadounidense de ping-pong se encontraba en el Gran Salón del Pueblo en presencia de Zhou Enlai, primer ministro chino, un honor fuera del alcance de la mayoría de los embajadores extranjeros destinados en Pekín. Fue la primera delegación norteamericana que visitó China desde que los comunistas se hicieran con el poder y el paso previo al viaje secreto tres meses después del secretario de estado Kissinger y a la visita oficial al año siguiente del presidente Nixon.
Sería inocente pensar que unas partidas de ping-pong fueran las causantes del deshielo en las relaciones entre Washington y Pekín, pero pocos meses después de la visita, Taiwán perdió su estatus como representante de China en Naciones Unidas, que se lo otorgó a la República Popular. Ignorando así la represión política y la falta de libertades fundamentales, China comenzaba a salir de su letargo internacional. Pese al amor de Mao por la natación, China nunca participó en unos Juegos Olímpicos durante su mandato, y sólo ocho años después de su muerte el país regresó a una cita olímpica, Los Ángeles 84. A día de hoy, Taiwán no pertenece a la ONU.