Era mujer y negra. Agotada, quizá solamente deseaba regresar a su modesta casa después de una dura jornada de trabajo, aunque también es posible que estuviera cansada de obedecer leyes injustas. Más tarde declararía Yo estaba sentada donde se suponía que debía hacerlo; el joven blanco que estaba de pie no había pedido el asiento; fue el conductor el que decidió crear un problema. Sentada desde su modesta tribuna, una humilde costurera de Montgomery pronunció un simple ¡no! que levantó no sólo al resto de viajeros de aquel autobús, sino a toda una nación.
Aquella pasajera era Rosa Parks y aquel 1 de diciembre de 1955 se negó a ceder su asiento a un blanco, tal y como exigía la ley de segregación racial en los espacios públicos de muchos estados, entre ellos Alabama. Por su negativa fue procesada, expulsada del estado y obligada a marcharse a residir a Detroit, en el estado no segregacionista de Michigan. Pero su plante prendió la mecha de lo que fue una campaña aparentemente inocente de desobediencia civil, el boicot contra la compañía de autobuses de Montgomery. Una movilización pacífica alejada de los métodos violentos de los Panteras Negras, dirigida por un no muy conocido reverendo de 27 años llamado Martin Luther King. Se estima que durante algo más de un año cincuenta mil personas no utilizaron los servicios de la empresa, el tiempo necesario para que sus demandas finalmente llegaran hasta la Corte Suprema de los Estados Unidos, que declaró inconstitucional la segregación en el transporte público norteamericano.
Poco tiempo después, el 28 de agosto de 1963, una marcha formada por trescientas mil personas tomó las calles de Washington D.C. No es casualidad que la Marcha por la Libertad y el Empleo sobre Washington terminara en las escalinatas del Lincoln Memorial, ante su imponente estatua, bajo su simbólica sombra. Allí, Martin Luther King, dotado de una portentosa oratoria, pronunció el popular y seductor discurso que ha pasado a la posteridad bajo el título de una improvisada pero emotiva frase, I Have a Dream. Un inmortal discurso de 1.666 palabras cargado de bellas y profundas metáforas que llaman a la rebeldía, remueven conciencias y apelan a la acción pacífica, pero también a la esperanza. Ahora es el momento de hacer realidad las promesas de la democracia, dijo. Después vendrían los asesinatos de los hermanos Kennedy, el suyo propio y el de tantos otros. Pero lo soñado aquel caluroso día no sólo expresaba las ansias de libertad de millones de negros americanos, sino el llamamiento a la eterna esperanza que debemos tener todos los seres humanos de vencer a la injusticia a través de la solución pacífica de los conflictos y la conciliación. Un discurso universal cuyos objetivos permanecen aún vigentes en las palabras que pronunció Mandela en 1994 al acceder a la presidencia después de 342 años de dominación blanca -Llegó el momento de curar heridas-, en las de Obama de Iowa en 2008 -Ahora es el momento de que la justicia sea una realidad para todos- o en las del Papa Francisco en la reciente Jornada Mundial de la Juventud - Los gritos que piden justicia se escuchan todavía hoy-.
Cuarenta y cinco años después, un presidente negro se sentaba por primera vez en el despacho oval de la Casa Blanca. La costurera de Montgomery, Alabama, no pudo verlo. Cuando falleció en 2005 su capilla ardiente se instaló en el Capitolio, lugar reservado hasta entonces al Jefe del Estado y donde ninguna mujer había sido honrada jamás. Un orgullo para la causa de todos los hombres.
Recientemente, y posiblemente tampoco sea casualidad, la siempre industrializada y próspera ciudad de Detroit ha presentado suspensión de pagos sumida en la marginalidad, el desempleo y la criminalidad a la que se han visto empujadas las minorías segregadas que viven, como entonces, en una isla solitaria de pobreza, en medio de un vasto océano de prosperidad material.