En una carta de 1143 dirigida a San Bernardo, el norbertino Evernin de Steinfeld denunciaba la existencia de unos predicadores itinerantes que practicaban la pauperes Christi, un modelo de vida evangélico que condenaba la acumulación de riqueza del clero romano. Pero el nombre de cátaros no surgiría hasta veinte años después, con los sermones que el monje renano Eckbert de Schönau dedicase a los fanáticos seguidores de una secta que afirmaba que la iglesia de Roma no es la santa Iglesia pues no ha sido instituida por Cristo, sino por los hombres. Eran tiempos en los que el antiguo Imperio Carolingio se encontraba dividido en dos, el Imperio oriental gobernado por los Otones con la ayuda de sus obispos, mientras que la occidental se encontraba bajo la autoridad de los Capetos apoyados por los monjes de Cluny.
Precisamente serían los cluniacenses los que van a condenar como heréticos a los individuos que en el Midi francés censuraban ciertas prácticas litúrgicas que los monjes imponían, iluminados por el ideal de vida de los Padres de la Iglesia. Para escapar de las tentaciones del diablo, el buen cristiano debía abandonar los placeres de la carne y sus bienes terrenales, estado inasequible para un clero indigno, consumido por la práctica del nicolaismo y la simonía. El rechazo del mundo y del poder que, por otro lado, no es más que la radicalización de la antigua De civitate Dei contra paganos, doctrina donde San Agustín revela la existencia de dos ciudades, una visible, corrupta y diabólica y la Nueva Jerusalén, invisible, eterna y mística. De civitate Dei fue el origen de las reformas de la Iglesia patrocinadas por Gregorio VII, que sometió al clero a una sana depuración de sus costumbres. Y también -Querella de las Investiduras aparte-, a la separación entre la Iglesia y el Estado, consiguiendo no sólo la total independencia del clero, sino situar al sucesor de Pedro por encima de todo poder temporal. Entonces, ajenos al mundo, volvieron a olvidarse del ideal de pobreza y recuperaron los malos hábitos.
Según los teólogos que combatieron la herejía cátara, éstos eran una secta cuyo origen se remontaba a la Persia antigua, a las doctrinas de Zoroastro y de Manes y que, trasmitida a la Bizancio cristiana, se introdujo en occidente. Esta visión, en la que el catarismo es una doctrina extranjera y por tanto ajena al cristianismo medieval, perdura aún en Occidente; no hay más que rascar un poco en el desaprensivo Otto Rahn, antes de morir congelado en la cima del Wilden Kaiser y de que Himmler se pasara por Monserrat, darse una vuelta por el Languedoc, o leer alguna de las miles de novelas que sobre los cátaros inundan los anaqueles de las librerías, para comprobar la visión orientalista, mística, ocultista y exclusivamente religiosa que envuelve al fenómeno. Y si quieren, darse cuenta de las numerosas manipulaciones a las que ha sido sometido.
El arrianismo, el pelagianismo, el donatismo, el priscilianismo, el adopcionismo, el wiclefismo, el husismo o el catarismo son corrientes reformistas radicales enfrentadas a la reforma y la uniformidad litúrgica exigida por el papado. Cuando años más tarde Inocencio III convocó a la cristiandad a la Cruzada Albigense, lo hizo para acabar con los cátaros, pero también para acabar con Raimundo VI de Tolosa y reemplazarlo por una autoridad cercana. Pura manipulación política; una Francia del norte cerrada, autárquica, gobernada por una nobleza despótica y fanatizada que vino a luchar en nombre del rey de Francia y de la Iglesia, frente a la resistencia de los vasallos del Rey de Aragón, un sur abierto al Mediterráneo, con prósperas ciudades cultas y tolerantes.
¿Qué reacción cabría esperar de Lutero cuando, siglos más tarde, el pontífice promoviera las gravamina nationis Germanicae?. Fides germana frente a fides romana.