Es un individuo de cuerpo deforme, cojo y jorobado, un guerrero lisiado confinado en una deslucida armadura -su fortaleza y su mazmorra-, que lo protege a él y a su mundo y lo mantiene alejado de todo lo demás. Es un sujeto maduro y marginal, domador de potros suyos y ajenos que se une a nuestra crónica no sólo por afán de medro, sino que viene a ella porque no cabía en el Perú virreinal. Sin embargo, el guipuzcoano Lope de Aguirre es el protagonista de una de las expediciones de exploración del Nuevo Mundo más asombrosa y el conquistador más fascinante y discutido de cuantos se lanzaron tras un sueño quizás imposible. Su gesta, en las tierras de Omagua en busca del mítico El Dorado, y su personalidad, compleja y controvertida, han motivado continuas, múltiples y contradictorias interpretaciones. Lo han calificado como Traidor, Peregrino, Príncipe del Perú, de Tierra Firme y de Chile, Fuerte Caudillo de los invencibles Marañones, Diablo, Príncipe de la Libertad, Primer Rebelde y Caudillo de América, Ira de Dios. Puede ser el Tirano Banderas de Valle Inclán y el Shanti Andía de Pío Baroja, aunque también el héroe que blande la bandera para conducir hacia la anhelada libertad a los criollos de Uslar Pietri.
En 1559, el virrey del Perú designó al capitán Pedro de Ursúa como jefe de una expedición para explorar las orillas del río Marañón en busca de El Dorado. La esperanza inicial de los marañones, como son conocidos, dio progresivamente paso al desengaño que finalmente provocó, mediante la mala influencia de Lope, el asesinato de Ursúa y la toma del mando de la expedición. Su meta, navegar rio abajo hasta el Atlántico y volver a entrar en el continente por Panamá para, una vez devuelto al Perú, rebelarse contra el rey Felipe II. Por el camino, además de cometer incontables atropellos y crímenes, como el de asesinar a su hija a puñaladas para que su afecto no fuera utilizado por su tropa contra él, recaló en isla Margarita, donde se desnaturalizó de España y se declaró príncipe independiente de la corona.
Cuando ocurren los hechos, han pasado 30 años de la conquista de los grandes imperios Azteca (1530) e Inca (1535) y los sueños de conquista, ante la imposibilidad de igualar semejantes hazañas, se tornaban pesadillas a medida que sucesivas expediciones se internaban en los lugares más recónditos del continente. Los hallazgos raras veces estaban a la altura de los deseos de los conquistadores y la realidad se imponía de modo irrefutable a tantos mitos deseados. En este clima de desilusión y esperanzas frustradas, la estructura ideológica imperial comienza a ser socavada por la realidad, insoportable, violenta y estéril que origina la irrupción del individuo trasgresor, fuera de sí y de la sociedad, frustradas sus esperanzas de enriquecimiento y movilidad social nacida de la participación en expediciones de descubrimiento.
Desde la conciencia de una vida malgastada y en conflicto con su rey y la sociedad que los ha abandonado, Lope, en una famosa carta dirigida al monarca, le advierte, si no pones remedio a las maldades desta tierra que te ha de venir el azote del cielo; y esto dígalo por avisarte de la verdad, aunque yo y mis compañeros no queremos ni esperamos de ti misericordia. Nos hayamos determinados a morir. Rebelde hasta la muerte por ingratitud. En esta declaración de guerra a la corona y en su viaje mesiánico por el verde laberinto hacia la tierra prometida, este trasunto Teseo jamás encontrará El Dorado. Tan sólo hará realidad un dantesco descenso a los infiernos, un periplo atroz, caótico, monstruoso y desproporcionado que lo llevó de Perú a Venezuela a través de un rio que desemboca en la demencia insondable y la muerte.