Atribuyen al sabio ateniense Solón el célebre aforismo Medèn ágan que, inscrito en el tímpano del templo de Apolo en Delfos, expresaba la moderación, el nada en exceso, la virtud en la mediocridad. Antagonista de la hybris -la desmesura, la hija del hartazgo-, el Medèn ágan era la determinación política sobre la que descansaba el buen gobierno de la polis griega, y su posible quebranto amenazaría la paz, la concordia y la destrucción de la propia Atenas, en caso de que los ciudadanos cediesen a la persuasión de las riquezas. Inquietud confirmada por los ciudadanos de Éfeso con el aserto que ninguno de nosotros sea el mejor y, si lo es, que lo sea en otro lugar y entre otros.
Andando el tiempo, la influencia del ideal aristotélico del justo medio en la consolidación de la mediocridad como eje vertebrador de la convivencia, alcanzó esa encrucijada histórica que llamamos Renacimiento. En un contexto de oposición religiosa entre reformistas y contrarreformistas, entre la teoría política de Erasmo y Maquiavelo, y la pasión por recuperar la antigüedad clásica con el fin de crear un mundo nuevo, se produjeron sobresalientes Utopías como las de Tomás Moro. Aunque también otras de menor trascendencia histórica, pero edificadas sobre un sólido proyecto de racionalidad política, La Ciudad Ideal basada en la virtud de la mediocrità, recuperando el ideal del Medèn ágan. Frente a la singularidad idealizada representada por todas las ínsulas, el sueño racional de La República Imaginaria de Ludovico Agostini situaba su sociedad feliz en reconocidos enclaves de la costa italiana del Adriático.
También así lo entendió, en 1625, Ludovico Zúccolo cuando resumía el buen gobierno de La República de Evandria...que nadie viva en exceso agobiado; que la educación de los jóvenes no se descuide...; que los soldados vivan como ciudadanos; que el pueblo no se abandone al lujo; que no se organice en más estamentos que aquéllos que busquen la concurrencia del valor en beneficio de la patria; que el provecho público y el privado sean el mismo... que no se abra el paso a la negligencia... que no se promulgue jamás ley alguna, ni se abandonen nunca las costumbres y los ritos de la convivencia, si no viniera declarado por el consentimiento de todas las instituciones de la República...
Cuando la Revolución Francesa recibió la herencia intelectual de la Ilustración, absorbió una heterogénea amalgama de corrientes de pensamiento y variada condición, cuya única afinidad era estar sometidas al imperio de la razón, de la naturaleza y de la utopía social, en parte representada en la Ciudad Ideal. Fue en ese momento cuando el Jacobinismo compartiría con los imaginarios evandrinos sus rasgos cívicos esenciales, el bienestar social como objetivo último de los gobiernos; el interés por la educación como medio para formar ciudadanos; el sentimiento patrio; el equilibrio entre el interés público y el interés privado. La virtud, como fuente de cohesión de la comunidad y sustituta de la coerción del Estado, excluiría cualquier tipo de violencia para todo aquel que fraternalmente aceptase las reglas de convivencia pactadas, El Contrato Social.
Pero ya Platón advertía en La República que el camino estaría sembrado de dificultades. Como el Terror sembrado desde el 5 de septiembre de 1793 por Maximilian Robespierre, en parte justificado por muchos de los que creían que el terror no era más que la justicia rápida, severa, e inflexible que el mundo feliz aplicaba a los reaccionarios. La Divina Violencia que sería justificada de forma retroactiva si la sociedad que surja de ella llega a ser realmente humana, deviniendo la utopía en ucronía. El mundo feliz en el 1984 de Orwell.