En griego, la palabra bárbaroi hace referencia a los individuos que hablan de forma confusa, incomprensible, seres que no saben manejar el lógos, a la vez razón, pensamiento y lenguaje, siendo este el atributo que distinguía a los seres humanos de los animales.
A pesar de la muerte de Gengis Kan en 1227 y la división del imperio en diversos canatos, las hordas mongolas continuaron con su fulminante expansión hacia el oeste. Astutos, fuertes y despiadados, llevaban siglos guerreando y conquistando en nombre de su señor y ni el poderoso Imperio Chino del Norte había conseguido detenerlos. En 1237, ocuparon el Cáucaso y la cuenca meridional del Volga, y tras apoderarse tres años más tarde de la Rus de Kiev, emprendieron en 1241 el camino hacia Polonia que terminó cerca de Liegnitz con la derrota y muerte de Enrique el Piadoso y la destrucción de la Polonia meridional. Mientras tanto, tres ejércitos habían penetrado en Hungría, asolando Pest y avanzando sobre Viena. En 1245, el obispo Pedro de Rusia informó sobre los invasores en un inquietante concilio ecuménico en Lyon, pero sólo la muerte del gran Ogodei Kan hizo que se replegaran de nuevo hacia el este.
Que Europa fuera asaltada por una multitud de pueblos nómadas originarios de las lejanas y misteriosas llanuras asiáticas no era asunto novedoso. Los mongoles de Gengis Khan y de sus sucesores recordaban a otras temibles naciones nómadas de las estepas orientales, escitas, godos, vándalos, hunos, bárbaros invasores que hablaban lenguas guturales, parecidas al ladrido de los cinocéfalos descritos por Plinio el Viejo en su Historia Naturalis. Producto de la fantasía o de la realidad, aquellos, como los chapodes, los hipopodes, los escitas, los godos o los tártaros son de la misma saga de seres demoníacos que vienen del este -aún hoy, origen de todo mal-, seres antropomorfos que se comunican de forma ambigua entre el habla y el ladrido, hombres-perro que habitan en la frontera geográfica y lingüistica que separa la civilización de la barbarie.
Frente a la antigua Lonja de los Paños de la Plaza del Mercado de Cracovia se alza la Basílica de Santa María con sus elevadas torres de desigual altura. Desde la más alta ventana de una de ellas, rematada de bolas doradas y bellos pináculos, un bombero toca veinticuatro veces al día una melodía con corneta llamada Hejnal mariacki. Dice la leyenda que es el mismo toque con el que un valiente vigía alertó, en 1241, a sus conciudadanos de la peligrosa incursión de un pueblo nómada de las estepas asiáticas. Tan sólo cesó de tocar cuando una flecha tártara le atravesó la garganta.
Coetáneo a aquellos hechos, el monje benedictino Mateo de París dejó testimonio del terror que inspiraron. En su Chronica majara los describe como nación satánica que brota del Tártaro, el infierno, y a eso deben su nombre, viendo en ellos una señal evidente del Fin de los Tiempos. Así, no debe sorprender que fueran asociados con la descripción bíblica de las hordas demoníacas de Gog y Magog. Pocos fueron los viajeros que, como los franciscanos Giovanni da Pian del Carpine y Willem Van Ruysbroeck, o el más famoso Marco Polo, pudieron comprobar que su imperio, además de ser el mas extenso registrado por la Historia, fue obra de un estadista de la talla de Alejandro Magno. Más allá de la certeza de que arrasaran las tierras que atravesaban en la necesidad de conseguir nuevos espacios y pasto para su ganado. Más allá de que se extendieran como una plaga, tan lejos de la tierra en donde se hablaban las lenguas del caos y la confusión.