Si el cielo me hubiese dado sólo veinte años más y un poco de tiempo libre, la gente hubiera buscado en vano París.
Memorias de Napoleón Bonaparte escritas en el presidio de Santa Helena.
La abdicación de Luis Felipe de Orleans en 1848 puso fin a un reinado de dieciocho años marcados por la paz con el resto de los países de Europa, un hecho insólito, sin precedentes en la historia de Francia. Apoyado por la burguesía y creyendo que a más dinero en manos del pueblo, más conservador se vuelve, el monarca intentó consolidar un ciclo de prosperidad económica con el propósito de evitar revoluciones internas. Luis Felipe modernizó la agricultura, la industria, la banca y la educación pero en contra de lo que en un principio pensó, el desequilibrio económico entre clases sociales aumentó considerablemente durante su reinado. A pesar del culto al progreso de positivistas como Saint- Simon y Comte, el descontento de las masas populares junto con el todavía presente espíritu revolucionario de 1789, forzaron la destitución del gobierno ultraconservador de Guizot y la instauración de la Segunda República.
Bajo la monarquía burguesa de Luis Felipe I, París se había convertido por primera vez en la historia en el centro de la vida económica de Francia. La ciudad era el destino final de importantes rutas comerciales en la que grandes empresas tenían sus sedes centrales y el lugar elegido por compañías extranjeras para abrir nuevas sucursales. Abundaban además los pequeños comercios, los profesionales liberales, las fortunas volátiles y el enriquecimiento de la clase burguesa que contrastaba con el empobrecimiento de la masa obrera. En una ciudad cercana al millón de habitantes, las diferencias económicas entre clases se tradujeron en segregación espacial, de modo que mientras la periferia crecía al buen ritmo de los negocios, el centro se empobrecía paulatinamente. El atropellado crecimiento de la población atrajo a los especuladores inmobiliarios, constructores de receptáculos inmundos donde se hacinaba la gente por unos pocos sous, escaseaba el agua corriente y las letrinas hacían las veces de basureros. Los parisinos se sentían orgullosos de una ciudad que representaba a toda Francia, pero según las crónicas de la época el verdadero París era una ciudad sofocante, fangosa y maloliente, una ciudad donde morir de cólera era frecuente, especialmente en barrios como Saint-Marcel o l’Oursine. Su trama urbana seguía siendo medieval, oprimida en sus calles estrechas, hormigueante de callejones sin salida, de alamedas misteriosas y laberintos, de patios de Monipodio.
En 1852 Luis Napoleón Bonaparte encargó al prefecto del departamento del Sena, el barón Georges Eugéne Haussmann, la reforma de la ciudad de París. Cuatro años antes, Luis Napoleón había sido elegido presidente de la Segunda República en las primera elecciones celebradas en Francia con sufragio universal masculino, magistratura a la que la constitución otorgaba un poder ejecutivo tan sólo limitado por la asamblea legislativa, pero en 1851 dio un golpe de estado, autoproclamándose emperador Napoleón III. Fue entonces cuando la fuerza de su apellido, su ideología romántica e incluso su socialismo utópico hicieron que retomase el viejo sueño de su tío Napoleón, mejorar y embellecer París, el corazón de Francia. En tan solo diecisiete años, Haussmann cambió radicalmente el aspecto de la ciudad sometiéndola a una profunda transformación. Para lograrlo no dudó en expropiar casas y edificios, talar bosques y parques, desenredando la laberíntica trama de la antigua ciudad medieval y su sustitución por otra de líneas rectas, las de las nuevas avenidas preparadas para la circulación masiva de carruajes. Además mejoró la instalación de gas para la iluminación de las calles y amplió el número de luminarias, impuso la uniformidad en la altura de los edificios y su estética mediante la estandarización de los materiales de construcción.
Todo quedó expuesto a la luz pública. Los miles de charlatanes, cerilleros, jorobados, ciegos, cojos, enanos, criminales y putas que hasta entonces se habían protegido en los oscuros rincones de la capital, se vieron empujados a bulevares y avenidas, nuevo corazón de la ciudad, donde se mezclaron con la vieja aristocracia y la nueva burguesía urbana emergente. Con la demolición de la ciudad, Haussmann no sólo había uniformado el paisaje urbano, también disolvió el individuo en la masa. El nuevo París era el resultado del inevitable fruto del progreso, de las leyes del racionalismo, de un nuevo espíritu simbolizado por los espacios abiertos y sus grandes ventajas. Las grandes avenidas rectilíneas evitaban el levantamiento de barricadas y al fin y al cabo, las balas no saben girar por la primera a la derecha.