Cuando el 24 de junio 1995 el comandante Kay precipitó el ZS-SAN Lebombo sobre el estadio Ellis Park de Johannesburgo, muy pocos de los 60.000 espectadores que lo abarrotaban para presenciar la final entre Sudáfrica y Nueva Zelanda esperaban que un Boeing 747 sobrevolase a 200 metros por encima de sus cabezas. Sorprendidos por un ensordecedor rugido, en la panza del avión pudieron leer Good Luck Bokke!, diminutivo de Springboks, una especie de gacela saltarina que identifica a la selección sudafricana de Rugby. Al saltar al terreno de juego, el equipo nacional vestía la tradicional camiseta verde de cuello amarillo, considerada durante décadas símbolo del apartheid, aunque en la manga lucían la nueva bandera nacida de los colores del Congreso Nacional Africano, poco antes considerado por el gobierno como un grupo terrorista. Una selección plagada de jugadores afrikáners que, tras saludar al presidente ataviado con el 6 del capitán Pienaar, prefirieron cantar el nuevo himno multilingüe NkosiSikelel' iAfrika al igualmente constitucional Die Stem. Bordado en el pecho, el escudo de siempre, un Springboks y una Protea, planta característica sudafricana que toma su nombre del dios griego que podía cambiar de forma a voluntad.
Durante más de veinte años, el presidiario Mandela había domado su voluntad para conocer al otro y comprender los sentimientos de aquellos que abandonaron El Cabo poco después de la llegada de los ingleses. Entender su sufrimiento después de la Guerra de los Boers, en la que murieron cerca de treinta mil afrikáners en campos de concentración ingleses, la mayoría mujeres y niños. En 1985, coincidiendo con el primer encuentro en Ginebra entre Reagan y Gorbachov, el gobierno y los grupos anti-apartheid sudafricanos habían comprendido que para unir a una nación desgarrada tras décadas de odio, la paz no podría llegar sino a través del diálogo. El respeto interracial y la búsqueda de la reconciliación debían ser premisas ineludibles, los agravios históricos y el rencor eran incompatibles con el futuro. Hasta 1990, año en el que fue liberado, Mandela se entrevistó y negoció el fin del apartheid con los máximos representantes del gobierno, incluidos los presidentes Botha, al que para su sorpresa se dirigió en afrikáner, y de Klerk, con el que tres años más tarde compartiría el Nobel de la Paz.
Cuando un año antes del famoso partido de Rugby asumió la presidencia del primer gobierno democrático, Mandela se encontró con una economía hundida por las sanciones internacionales de los años ochenta, que habían reducido el abastecimiento a un mercado nacional formado únicamente por el 10% de la población, viviendo la mayoría bajo niveles de subsistencia en suburbios como Sharpeville o Soweto. Además, desde su liberación se había encargado de convencer a la extrema derecha blanca y a los impulsos vengativos de su pueblo de que la lucha armada no era la solución, imponiendo una vez más su enorme fuerza de voluntad mediante discursos pacificadores en los que palabras como perdón, compromiso y conciliación ocupaban un lugar destacado. Mi deseo es que los sudafricanos nunca pierdan su fe en la bondad humana. No fue una tarea fácil, aunque su gobierno multicolor, modelado a imagen de sus principios, consiguió hacer que el sistema jurídicamente legal del apartheid desapareciera definitivamente. Pero quedaba lo más difícil, crear las condiciones para una paz duradera en un país que cuando él abandonó la prisión, olía a guerra civil. Y para ello debía ganarse el respeto de una enorme mayoría de la población blanca que no había hecho nada por acabar con el perverso régimen racista, implicando en una empresa colectiva a aquellos que durante años gozaron de los derechos y libertades propios de un estado democrático.
En los Juegos Olímpicos de Barcelona Mandela había comprobado el efecto beneficioso que provocaba el deporte como elemento aglutinante de la sociedad, y las repercusiones políticas que producen los grandes acontecimientos deportivos. Así, el deporte se convirtió en un instrumento de su voluntad para alcanzar el gran objetivo estratégico de construir una nueva nación. Y no mediante un deporte cualquiera, sino del Rugby, una de las principales señas de identidad del afrikáner, casi una religión.
El día del vuelo rasante del Lebombo, 43 millones de sudafricanos animaron a su selección en la final contra el mejor equipo de Rugby del momento, los AllBlacks neozelandeses, a los que vencieron en torno a una nueva bandera. Posiblemente, en suburbios como Sharpeville o Soweto no conocían las complejas reglas del juego, pero celebraron la victoria de su equipo y una inmensa mayoría se rindió, definitivamente, a quien eternamente será reconocido como el presidente Nelson Mandela, a pesar de que Sudáfrica siga siendo hoy el país con mayores desigualdades sociales del mundo.