El 3 de junio de 1984, a tres días del cuadragésimo aniversario del Día D, el siempre elegante y educado Felipe de Edimburgo recibía en solemne audiencia privada a un anciano que no ocultaba una inquietante curiosidad por el vasto salón en el que se encontraban. Jamás había oído hablar de él, hasta que en las últimas semanas su gabinete le revelara los pormenores del personaje que captaba su atención. Sin dejar de lado la pompa, esta vez no dio muestras del falso interés que le atribuyen, recibiéndolo con todo el afecto que se permite la casa de los Windsor. Después, le impuso la insignia dorada con lazo rojo que distingue a los Miembros de la Orden del Imperio Británico e inició una larga conversación de veinte minutos, el doble de lo marcado para esta clase de audiencia por el estricto protocolo de Buckingham Palace.
Ese mismo día, el sensacionalista The Mail on Sunday publicaba una historia que comenzaba en enero de 1941 cuando el Sr. López, un donnadie y fanático fascista, se había presentado en la embajada alemana en Madrid esgrimiendo un falso visado hacia Inglaterra, dispuesto a comprometer su vida por el nuevo orden mundial pretendido por el Führer, aunque su afán era otro bien distinto.
Después de seis meses de entrenamiento, el Sr. López marchó a Cascais cargado de tinta invisible, un decodificador, 3.000 dólares y el deseo de una buena estancia en Londres bajo el germano, aunque poco imaginativo nombre en clave de Alaric, el primer caudillo visigodo. Temeroso de que los nazis descubrieran el engaño, envió su primer mensaje echando mano de un mapa y una guía turística de Inglaterra, un libro de la marina británica y otro de términos militares, comenzando a tender una tupida, aunque imaginaria red de colaboradores que operaban en un país sobre el que no sabía nada. Carvalho en Gales, Gerbers en Liverpool, un venezolano educado en Glasgow que informaba de los movimientos en el Clyde, mientras que un auxiliar de las líneas aéreas holandesas volaba desde Inglaterra a Lisboa para enviar los informes con matasellos portugués. Por supuesto, él mismo se encargaba de Londres y alrededores.
El peligroso plan del embustero y audaz Alaric no fue descubierto por la Abwert sino por el MI6 británico cuando, después de interceptar varios correos incongruentes en los que se informaba de ejércitos imaginarios, convoyes inexistentes y supuestas huidas hacia la costa de los londinenses cuando el calor apretaba, comprendieron que podía ser obra de aquel español bajito con pinta de cuentista que un año antes había pedido ser recibido dispuesto a ejercer de agente doble. Contrastada su inverosímil aunque brillante historia, lo trasladaron a Londres y considerando su sorprendente habilidad para la interpretación, decidieron que su nombre en clave sería Garbo, apellido de la estrella de Hollywood que ensombrecía a todas las demás desde su interpretación en Mata Hari.
Cuando el Duque de Edimburgo le preguntó a Joan Pujol García por qué había ayudado al Reino Unido, contestó que la Guerra Civil le había hecho odiar al fascismo y al comunismo. Habría tenido el futuro asegurado como empresario avícola, pero terminada la contienda -en la que había combatido primero en el ejército republicano para después desertar y pasarse al de Franco-, casado y dirigiendo un hotel, un día decidió presentarse al servicio a su manera, por libre. Fue entonces cuando se convirtió en Sr. López, Alaric, Carvalho, Gerbers, Arabal y Garbo, todos a la vez.
Durante la preparación del Desembarco de Normandía, el alto mando alemán en el Atlántico envió a más de 350.000 soldados a Calais a contrarrestar un imaginario ataque por parte de un ejército aliado que no existía. Mientras tanto, norteamericanos y británicos desembarcaban en Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword para tomar el camino hacia París. Una maniobra de distracción urdida por un idealista y algo excéntrico español, bajito y con pinta de cuentista.