En medio de una lluvia torrencial, a las once de la mañana del 17 de junio de 1815, un día después de la victoria de Ligny, uno antes de la hecatombe de Waterloo, el mariscal Emmanuel de Grouchy recibió la orden de Napoleón de perseguir a las fuerzas prusianas al mando del general Gebhard Leberecht von Blücher para evitar que los 40.000 hombres bajo su mando, en aparente retirada hacia la cercana Bruselas, regresaran al campo de batalla mientras el mismo Emperador atacaba a los ingleses.
En Grouchy se reunían las mejores virtudes cívicas, serenidad, previsión, rectitud, disciplina, celo y prudencia, sin duda valores muy beneficiosos en situaciones normales en el devenir cotidiano. Napoleón lo conocía perfectamente y sabía que era un buen jefe, un hombre en quien confiar, pero también era consciente de su mediocre inteligencia y de su temperamento desprovisto de toda iniciativa. No era un estratega como el mariscal Laurent de Gouvion-Saint-Cyr, ni un guerrero temerario y fogoso como Joachim Murat, ni mucho menos un héroe como Michel Ney, el valiente de entre los valientes. Después de 12 grandes batallas, 60 combates y 19 heridas recibidas en el campo del honor, a Grouchy se le conocía por poco más que sus desdichas. Pero después de su retorno de Elba, con todos sus mariscales retirados o muertos, le Petit Caporal no tenía en quien confiar una acción tan determinante. Al atardecer, cumpliendo una instrucción precisa y sencilla en apariencia, Grouchy se despidió. Arrastrando 108 cañones, sus 34.000 soldados comenzaron a avanzar lentamente, con dificultad, hundiendo los pies en el barro tras el rastro de los prusianos, o al menos en la dirección que suponían habían tomado.
Al siguiente amanecer, en el campo de batalla el Emperador ignoraba si Wellington se disponía a atacar y no tenía noticia alguna de Grouchy ni de los prusianos. No sólo su destino sino el de Francia, de Europa, del mundo entero, de todo el siglo XIX, se encontraba en las manos y la suerte de un hombre no acostumbrado a obrar por cuenta propia. Continuamente le envió mensajeros ordenándole que mantuviera el contacto, que evitase que los prusianos interviniesen en la batalla. Wellington hizo lo propio pues ambos sabían que la victoria caería del lado de aquel que recibiese antes refuerzos. De repente, a las once de la mañana, mientras el mariscal almorzaba en una casa de campo en Walhain, comenzó a llegar hasta ellos el apagado, lejano y continuo murmullo de los cañones. Era el principio de Waterloo.
Su ayudante, el futuro mariscal Gérard, suplicó con vehemencia regresar sobre sus pasos al campo de batalla, insistió una vez, dos, varias veces imploró. Los veinte oficiales en consejo se miraban, nadie dudaba a esas alturas que el Emperador luchaba contra los ingleses, pero Grouchy, tan acostumbrado a obedecer, seguía fiel y ciegamente las órdenes recibidas, la de perseguir a los prusianos en su retirada y así continuaría mientras no llegase una contraorden del mismo Emperador. ¿Dónde está Grouchy, a qué espera? debía preguntarse Bonaparte. Junto al bosque de Waterloo comenzó a distinguirse una nube de polvo. No, no era Grouchy, era un numeroso contingente de tropas prusianas al mando de Thielman dispuestas a entrar en combate a favor de Wellington. Las baterías de Saint-Jean siguieron disparando, el rubicundo Ney lanzó contra la colina a sus 10.000 coraceros y dragones, la vieja guardia de fusileros marchó con paso cadencioso; sin embargo, la batalla estaba perdida. Al día siguiente, pese a estar a pocas horas de distancia, sólo una persona en el mundo no se había enterado de lo sucedido. Era el desdichado Grouchy que continuaba marchando en persecución de los prusianos.
Tomando como referencia los éxitos de Federico El Grande, hasta finales del siglo XVIII el entrenamiento de los ejércitos se basó en el perfeccionamiento de ejercicios reglamentarios de combate, practicados en campos abiertos en donde el genio del comandante se expresaba. Fue precisamente Napoleón el que posteriormente incorporó a este rígido modelo la importancia de la libertad de acción de los subordinados, cuya innovación y aplicación explican en parte las mayores victorias de la Grande Armée napoleónica. Una filosofía de mando en la que se privilegia la autonomía y la iniciativa para resolver según la intención del superior y las circunstancias cambiantes del combate. Esa filosofía creada por él fue la utilizada por sus enemigos para derrotarle en Waterloo.
Sin él yo habría ganado la batalla de Waterloo; no porque él haya tenido la intención de traicionarme; sino porque le faltaba energía, diría más tarde Bonaparte desde el presidio de Santa Helena.