Al ocupar el solio pontificio, Clemente VII organizó una Liga antiimperial cuyo objetivo era aislar a España y frenar la hegemonía europea del Emperador Carlos V, reclamando para Italia una solución ad hoc apoyada en la tradición renacentista de la defensa de la libertad de la península como fundamento de la libertas ecclesiae. Un conflicto de intereses en el que el Papa, de la poderosa familia florentina de los Médicis, actuaba como Soberano Temporal frente al Emperador Carlos, quien pronto le atribuyó la desestabilización de Italia y contrapuso a los intereses particulares de los coaligados el universalismo de su visión de la República Cristiana que debía ejercer el liderazgo entre los príncipes.
A la llamada del pontífice acudieron las ciudades-república de Florencia, Venecia y Milán, y Francia, en la que reinaba un Francisco I recién liberado de un deshonroso cautiverio en la Torre de los Lujanes de Madrid desde su aplastante derrota en Pavía. Pero el francés humillado no se contentó con esta alianza y, liberado por el pontífice de los juramentos pronunciados en uso de su poder de atar y desatar, se acercó al mayor enemigo de la cristiandad, Solimán el Magnífico. El otomano, gratamente sorprendido por tan desconcertante alianza contra natura, encontró vía libre para la invasión del continente siguiendo el curso del Danubio, conquistando Belgrado y Budapest y plantándose a las puertas de Viena, cuna de los Habsburgo. Las amenazas al General de las tropas españolas en Lombardía para que se sumara a la causa, en las que el marqués de Pescara arriesgaba su conciencia y su alma pues Su Santidad cuando quiere algo, manda y no suplica, o la promesa de la entrega de Nápoles a la familia de Anjou, terminaron por agotar la paciencia del Emperador. Y pronto se vieron los efectos.
Mientras que el virrey de Nápoles entretenía al Papa con vagas promesas, el desnaturalizado condestable Carlos de Borbón, sin dinero para pagar a las tropas imperiales asentadas en la Lombardía, les prometió el pillaje en las ciudades de la alianza. Sin embargo, al movilizarse aquella horda de 45.000 furiosos combatientes sin soldada, formada por milicianos italianos, tercios españoles y lansquenetes luteranos alemanes, los aliados pronto entendieron que les interesaba el castigo del Papa. Los franceses, porque no les agradaba la fortaleza del poder pontificio; la siempre práctica Florencia, porque conjuró el peligro mediante una suma considerable, momento que aprovechó para independizarse de los Médicis; Venecia, porque su única aspiración era que el ejército Imperial se alejase para continuar comerciando con todos; y el propio Capitán General de los ejércitos de la Alianza, el Duque de Urbino, porque había sido desposeído de sus estados años atrás por el papado.
El condestable ordenó atacar Roma el día 6 de mayo de 1527, tomándola al asalto después de dos horas de combate, en que perecieron más de ocho mil romanos que quisieron defenderse contra la codicia, el fanatismo y el deseo de venganza de los luteranos, en castigo a los obstáculos que había puesto a la reforma de la Iglesia. Los soldados de la guardia suiza lucharon ante la basílica de San Pedro y alguno de ellos pudieron escapar con Clemente VII a través del Passetto di Borgo al Castell Sant'Angelo, aunque sólo soportaron el sitio durante una semana rindiéndose a sus captores. Mientras tanto, las mesnadas imperiales arrasaron Roma hasta que siete meses después el Emperador Carlos le concedió la libertad no sin contraprestaciones.
El saco de Roma fue un hecho que conmovió a Europa. Lo más curioso del asunto es que Clemente VII no pronunció ninguna sentencia de excomunión, ni contra el Emperador ni contra sus oficiales católicos. También, que al saber Carlos V del cautiverio del Papa mostró gran consternación, aunque se limitó a vestir de luto por los romanos masacrados y a disponer solemnes rogativas por el Papa, cuya suerte únicamente dependía de él, mientras le dejaba reflexionar y lamentarse aún durante seis meses. Pese a su silencio, su secretario el erasmista Alfonso de Valdés, justificó el Saco como un castigo preciso, necesario, providencial y memorable debido a la corrupción papal que no podía evitar esa muestra de justicia divina. Más tarde, Juan Ginés de Sepúlveda, en calidad de cronista regio, disculpó estos sucesos en las consideraciones sobre la guerra justa expuestas en su Democrates Secundus.
Cada 6 de mayo, los nuevos alabarderos de la Guardia Suiza juran sus cargos ante el Papa en recuerdo de la heroica defensa aquel mismo día de 1527.