Ya en el siglo IV a.C, Aristóteles, en su Ética para Nicómaco, consideraba la magnificencia como una virtud. Presten atención porque ahí están las coronaciones de Aquisgrán y Bolonia, las conquistas de México y Perú, la batalla de Pavía, la toma de Túnez y Orán, la victoria de Mühlberg. Y también Lepanto. Vestidos con relucientes armaduras y cubiertos por suntuosos mantos carmesíes, ambos trasmiten una imagen de regia majestad. Uno y otro exhiben los atributos identificativos del poder. Carlos, la espada, el cetro imperial y el Toisón de Oro. Felipe, el Orbe, símbolo de la extensión universal de los dominios terrenales transferidos, sobre el que descansa su mano. ¿Es la espada desnuda y levantada de Carlos la realidad, y la que descansa envainada de Felipe, el deseo?.
Este cuadro de insólita iconografía fue pintado por Antonio Arias en 1639 para el Salón Dorado del desaparecido Alcázar de Madrid, sede de un gobierno universal durante más de siglo y medio, y residencia de la Monarquía Hispánica de los Austrias. Se trataba de una gran sala para las ceremonias laicas del Rey, que, además, servía de antesala a la Pieza de las Furias, apossento en que su Magestad duerme de ordinario. Ambas estancias estuvieron decoradas por una serie de lienzos de los reyes de Asturias, León y Castilla dispuestos por parejas, que llegaba hasta el monarca reinante en aquellos momentos, Felipe IV. Entre éstos destacaban el del señor Rey Don Fernando el Católico, y su dignísima consorte la Reina Doña Isabel y este al que no quitan ojo, en el que aparecen, sedentes, severos y entronizados, el emperador Carlos V y su hijo Felipe II. Veintiocho parejas regias que escenifican la legítima sucesión dinástica y la impronta castellana del poder de los Habsburgo.
Los llamados Austrias Mayores -Carlos V y Felipe II-, gobernaron gran parte de Europa y América durante todo el siglo XVI, manteniendo una estructura política heredada de los Reyes Católicos y definida, en líneas generales, por ser una monarquía supranacional, confesional y autoritaria, en la que el Rey, además de reinar, gobierna.
En efecto, heredan y mantienen, una estructura política supranacional, que, si bien gira alrededor de un núcleo principal, Castilla, posee unos territorios periféricos integrados por pueblos con un ordenamiento jurídico, un sistema económico y una lengua distintos. Esta diversidad es admitida e incluso, a lo largo del tiempo, potenciada por la monarquía. Primero, por los Reyes Católicos, -desposados como Rey de Sicilia e Infanta de Castilla-, que gobiernan en los reinos de Castilla, Aragón, Navarra, Sicilia, Nápoles y Cerdeña; después por Carlos V en el Ducado de Borgoña, el Milanesado, Flandes y los dominios americanos. Finalmente por Felipe II que a partir de 1581 agrega Portugal. Sin embargo, jamás planearon unificar sus títulos peninsulares bajo la denominación de Reyes de España y, a excepción de la Corona y el Consejo de Estado –órgano consultivo para la política exterior-, estos dominios no tenían ninguna institución común.
Es de sobras conocido que en 1492, se producen la conquista del reino nazarí de Granada -último reducto musulmán en Europa- y el descubrimiento de América –fuente de abundante riqueza-, territorios que, conviene recordar, se incorporaron exclusivamente a la Corona de Castilla. Es razonable pensar que ambos hechos concurrentes, pudieron ser aceptados por Isabel y Fernando como una gracia divina, que se sumaba a sus astutas políticas y evidentes intereses económicos, para fomentar en la teoría y fortalecer en la práctica, la confesionalidad de la Corona. Desde entonces, la Monarquía Católica vinculó ineludiblemente el oro de Ultramar con las guerras de religión contra turcos y protestantes.
La sacralización de las funciones del monarca, como Miles Christi y Defensor Fidei, le permitía reinar y gobernar inspirado por la ciencia cierta para ejercer, en excepcionales ocasiones, la potestas absoluta sobre un sistema supranacional no uniforme. Los órganos de gobierno eran consultivos –aunque con frecuencia valoraban positivamente sus dictámenes- y los monarcas, si bien habían jurado respetar –y respetaron- el ordenamiento jurídico y los privilegios de los distintos pueblos que componían la Monarquía, se reservaban la facultad, otorgada por Dios, de actuar con su cierta sciencia y proprio motu…como reyes y señores naturales, no reconocientes superior en lo temporal... . Este ejercicio que no era algo desvinculado del Derecho, sino un poder privilegiado por razón del bien público, y como tal debía ser practicado por el monarca. Aún no había llegado la época de los validos - más os ha hecho Dios para gobernar que no para holgar-, advertiría Carlos V a su hijo en sus famosas Instrucciones Reservadas de 1543, para que le sirvieran de pauta en su futuro gobierno.
Durante la Edad Media, el fundamento y fin de la Corona había sido la administración de justicia, como un sistema heredado de los Reyes Católicos por los Austrias Mayores. Y aunque a partir del siglo XVI la Monarquía comenzó a desempeñar funciones más complejas, posiblemente no se plantearon cambio alguno porque estaba en el fundamento de lo que consideraban sus obligaciones como monarcas: administrar justicia respetando, ante todo, el ordenamiento jurídico de sus pueblos y luchando contra los enemigos de la Fe Verdadera. Esta virtud de justicia es la que nos sostiene a todos, le advirtió el padre al hijo.