Sobre un caballo blanco piafando, una erguida Isabel tocada con corona de plata, viste saya y brial forrados de armiño y manto real orlado de perlas y escudos. Fernando de terciopelo púrpura y detrás, la corte, el inquisidor Torquemada, el confesor Hernando de Talavera, Alonso de Cárdenas, Enrique Pérez de Guzmán, Rodrigo Ponce de León; y mientras Gonzalo Fernández de Córdoba conversa animadamente con una dama, un gran potro sufre al Conde de Tendilla abrigado de hierros. Dos reyes de armas con dalmática y sobrada displicencia observan como Abu Abd Allàh, rey nazarí de Granada, deja el camino y avanza hacia la presencia de los Reyes Católicos. Le sobreviene la duda de si inclinarse ante su señor -que hace un elegante ademán para contenerle- o si apearse, pie a tierra, como el resto de la comitiva de caballeros que le acompaña, según el ceremonial establecido en las capitulaciones acordadas previamente. Al fondo, La Antequeruela, un alero de la aljama, las torres bermejas de la Vela y una chopera que revela la presencia cercana del negro y profundo río Genil. Negras las vestiduras, negro el paje y negro el caballo; y negros y profundos se muestran los sentimientos del rey nazarí y su séquito ante semejante trance.
La guerra contra el musulmán y la consiguiente incorporación del reino de Granada a los territorios que integraban la Corona de Castilla constituye uno de los hechos más importantes de la Baja Edad Media y consecuencia de complejas tensiones, internas y externas, relacionadas con el afianzamiento del poder de los Reyes Católicos frente a la levantisca nobleza castellana tras la guerra de sucesión y la vieja tradición que en la cristiandad occidental tenía el concepto de cruzada, especialmente agudizada tras la reciente caída de Constantinopla (1453) ante el avance de los turcos. Producida tras una larga y costosa guerra de 10 años (1482-1492), esta incorporación fue progresiva e irreversible y para los granadinos supuso la imposición de un sistema de valores desconocido y la ruptura traumática con un pasado de siglos.
En el momento de la rendición de Granada, Boabdil era vasallo de Castilla desde que fue puesto en libertad tras ser apresado, nueve años antes, en la batalla de Lucena. Como buen vasallo realizó un juramento de fidelidad y se comprometió, además de al pago de un tributo, a hacer la guerra a su tío El Zagal y a su propio padre, Muley Hacen, que en esos momentos, aprovechando el cautiverio de su hijo, se había hecho con el control del Reino de Granada. Como contraprestación, los Reyes Católicos lo reconocían como emir, aunque pronto se dio cuenta que la sagacidad del rey Fernando, inspirador del pacto, era muy superior a la suya propia.
Sea una nueva estrategia para la inmediata entrega de la ciudad, sea por el sincero deseo de los monarcas cristianos por terminar cuanto antes con una guerra cruel, las capitulaciones firmadas en Santa Fe fueron muy generosas con Boabdil y su gente, pues, además de garantizar su seguridad, compensaba con pensiones la pérdida de la ciudad y cedía la administración de gran parte de la Alpujarra, hacia la que debían dirigirse.
Frente a la realidad emergente de la nueva monarquía sobre la que pronto giraría la política de Occidente, Boabdil, el rey moro que lloró con lágrimas de mujer lo que no supo defender como un hombre, ajeno a la cólera viril necesaria, y sumido en la melancolía, ha pasado a la historia como el antihéroe de la reconquista.