Mientras jugaba con otros niños nobles, y mientras entre ellos se pellizcaban en manos y brazos como hacen a menudo cuando juegan, los otros gritaban cuando eran heridos, mientras que Balduino lo soportaba con gran paciencia y sin muestras de dolor, como alguien acostumbrado a éste, pese a que sus amigos no respetaban especialmente su condición principesca en sus juegos.
Si bien es incuestionable que debe atribuirse a San Agustín el argumento ideológico Guerra Justa-Guerra Santa-Cruzada, no lo es menos que la cruzada, como epopeya única e irrepetible, nació un 27 de noviembre de 1095 cuando una multitud enloquecida respondía al llamamiento del papa Urbano II en el concilio de Clermont al grito de Deus le volt -Dios lo quiere-, y finalizó cuatro años después con la conquista de Jerusalén. Como empresa papal destinada a la liberación de los Santos Lugares, sólo al papa correspondía su autorización.
Convertida en una suerte de peregrinación redentora y salvífica que convertía a los cruzados en sujetos legalmente protegidos por la Iglesia y en beneficiarios de la indulgencia por los pecados cometidos, el éxito de la cruzada aseguró la presencia cristiana en el Mediterráneo oriental durante casi doscientos años. El Reino Latino de Jerusalén fue el más grande y poderoso estado cruzado en la región, aunque al norte, en la costa siria, se encontraba el pequeño condado de Trípoli, más allá, en el Valle del Orontes, el principado de Antioquía, y más al este, el condado de Edesa.
Cuando el futuro Balduino IV tenía 9 años, el clérigo jerosolimitano Guillermo de Tiro -su tutor-, percibió que la mitad de su mano y brazo estaban muertos, de forma que no podía sentir en absoluto el pinchazo. Ante la duda de que el joven príncipe llegase a reinar algún día, su padre, el rey Amalarico, intentó concertar un acuerdo matrimonial para su hija Sibila, lo que condujo a una inevitable, dura e inútil disputa entre las principales familias de Jerusalén. Sin embargo, Balduino fue coronado al cumplir los 13 años. Aunque físicamente débil, Guillermo de Tiro cuenta que los daños sensitivos y motores no fueron impedimento para que, con dieciséis años y a la cabeza de sus miles Christi, consiguiera la victoria frente a las tropas del kurdo Salah ad-Din –el poderoso Saladino de las crónicas occidentales- en Montgisard.
La historia no suele recordarlo por los grandes esfuerzos que tuvo que hacer para preservar las fronteras de un reino permanentemente amenazado, sino porque padeció lepra, enfermedad devastadora que no le impidió mantenerse firme hasta casi el mismo momento de su muerte con veinticuatro años. Esa fue la oportunidad que aprovechó Saladino para derrotar al ejército de Jerusalén en Hattin. A pesar del empeño de un arrojado pero inepto Ricardo Corazón de León unos años después, la Ciudad Santa se había perdido para siempre.
Si acaso, deus ex machina, el verdadero enigma no es la mutilada figura de Balduino. El auténtico misterio es la Rihla o relación de viaje del geógrafo valenciano Ibn Yubair, donde habla del sexto Rey de Jerusalén como El Rey Cerdo, sin dejar de reconocer que los musulmanes vivían más prósperamente, en paz y seguros bajo la dominación de los occidentales, además de relatar las injusticias y los abusos cometidos por sus correligionarios. Algo que debía resultar incomprensible para los eruditos del Siglo de las Luces que, desde el desprecio, consideraban las cruzadas como una agresión perpetrada por rudos y codiciosos occidentales contra un Islam avanzado y civilizado.