Cuentan que en cierta ocasión, John F. Kennedy explicó cómo entendía él, como presidente del país más poderoso del mundo, su condición de católico. Dijo que su práctica religiosa era un asunto privado que nada tenía que ver con las acciones de su labor pública. Una ilustrada forma de ver las cosas que fue cumplidamente elogiada por la nutrida representación de ministros baptistas ante la que se encontraba, pues debieron entender, como tantos otros, que la secularización constituía un instrumento imprescindible para impulsar la modernización de cualquier sociedad.
Cuando en Egipto el carismático Nasser rechazó el Corán como medio adecuado de gobierno, hacía ya varias décadas que en Turquía, Atatürk había sustituido el Sultanato por una República secular, occidentalizando las costumbres, incluso el alfabeto y eliminando el Califato, la institución que desde Mahoma había constituido el corazón político y religioso del Islam. En Irán, decididos a hacer lo propio, los shas de la Dinastía Pahlevi incluso pretendieron suprimir la identidad islámica, sustituyéndola por otra identidad similar a la del extinto Imperio Persa.
A finales de los sesenta, la comunidad de los creyentes, desde Marruecos a Indonesia y desde Turquía a Nigeria, estaba formada por un conjunto heterogéneo de ideología política diversa. Aliados de la URSS o de los Estados Unidos -las nuevas potencias coloniales-, en ese conjunto primaba más la praxis que la teoría y, de acuerdo con los principios occidentales de separación entre política y religión nacidos con la Ilustración, la referencia común al Islam no constituía una trascendental baza política. Sin embargo, en el año 1967, el panarabismo se enfrió tras el fracaso de los ejércitos árabes en la guerra de los Seis Días, derrota interpretada por el Rey Faisal de Arabia Saudita como el castigo por haber abandonado la senda trazada por el profeta. En consecuencia, para recuperar Palestina y reconstruir una unidad política que se correspondiera a la umma había que rechazar la secularización y volver a la sharía enarbolando la bandera de la yihad. Un sentimiento que superaba a izquierdas y derechas y encajaba lo trascendente en lo político.
Al cabo de una década, al islamismo de derechas del mayor aliado energético de occidente le siguió otro de izquierdas, la Revolución de Jomeini en Irán, país en el que se estableció una República Islámica bajo la autoridad de los ayatolás. Así, hacia mediados de los setenta había tomado forma un nuevo discurso religioso que proponía devolver el fundamento sacro a la organización de la sociedad para superar a una modernidad fallida culpable de todas las frustraciones.
No sería posible negar la alta responsabilidad que el islamismo ostenta en la elaboración de este discurso, aunque en realidad es un discurso universal. Basta recordar que el factor principal de la identidad nacional judía es la religión y con ese espíritu nació el Estado de Israel. O las aparentemente inocentes alusiones al bíblico imperio del mal, justicia infinita o Satán Hussein que desde Reagan ha impregnado los discursos de la Casa Blanca. Un argumento, el religioso, que muchos toman como pretexto para justificar acciones políticas. Un recurso político que de religioso no tiene más que el nombre. El historiador Toynbee advirtió hace tiempo la tendencia a la intolerancia entre musulmanes, judíos y cristianos, las tres religiones monoteístas nacidas de la revelación del mismo Dios. Piensen y verán que no son tantas las diferencias, pero ahora, como antes, lo accesorio prevalece y legitima a las partes.