La decisión de los califas almohades de darles a elegir entre la conversión al Islam o la muerte produjo, a partir de 1140, el exilio de miles de judíos. Al otro lado de la frontera, las juderías de la España cristiana ofrecían cierta seguridad después de que, un siglo antes, Fernando I suspendiese todas las leyes antijudías promulgadas en el antiguo reino visigodo. Además, pese a que sobre ellos recaía la responsabilidad del terrible crimen cometido contra Jesucristo, como depositarios de la hebraica veritas del Antiguo Testamento, los judíos debían ser tolerados en la esperanza de su conversión.
Hacía años que su presunta colaboración en la invasión musulmana de la Península los hacía sospechosos de no identificarse con sus vecinos ni con la tierra que pisaban. Extranjeros en cualquier lugar, vivían sin mezclarse con el resto, distanciamiento que hacía que se confirmara su fama de oscuros traidores. A este hecho había que añadir la imagen que a lo largo de siglos se habían forjado en toda la cristiandad, un retrato deformado que los presentaba como un arquetipo de nariz ganchuda, sonrisa maliciosa y pérfida mirada.
Los judíos, que no podían prestar juramento de fidelidad bajo fórmula cristiana, no eran considerados como súbditos, sino servidumbre que formaba parte del patrimonio personal del Rey. Al no reconocérsele el derecho a la tenencia de tierras, el judío se veía obligado a convertir sus bienes en oro, plata y joyas, manejando sumas muy superiores a las que jamás manejaría un cristiano, incluido el monarca. Cuestión que fomentaba el reconcomio, aunque inevitablemente los convertía en prestamistas, puesto que la usura estaba prohibida por la Iglesia, que condenaba el préstamo con interés entre hermanos. Bien vestidos y alimentados, conocida es la acusación de usureros que pesa sobre ellos, y que lleva aparejada otras no menores, como la avaricia desmedida, la astucia perversa o el engaño calculado, todas propias de quienes se dedicaban al bajo trato dinerario.
También ocupaban otros oficios holgados y modos de ganar con poco trabajo, en palabras de Andrés Bernáldez, cura de Los Palacios. Como el de cobradores de impuestos de la corona, a la que le venía muy bien que no se le viese detrás de los tributos que establecían, sino sólo a los enviados que se los exigían. Su protagonismo en el ejercicio de actividades tan rechazadas por el vulgo como necesarias para el rey, fue abonando el terreno del rencor, el desprecio y la envidia contra alguien a quien ya se odiaba y tiene un defecto que los hace vulnerables. Resentimiento que era correspondido con igual rechazo en aplicación de la ley mosaica del Talión.
En épocas de crisis, cuando más gravosas se hacían las deudas, los púlpitos encauzaban esa ira acusando a los judíos de ser enemigos de Dios, de envenenar las aguas, de pervertir a las monjas, y, más adelante, de repetir simbólicamente la crucifixión de Cristo profanando hostias o sacrificando niños.
A mediados del siglo XIV, después de una época de bonanza y prosperidad y de una situación de tolerada convivencia en toda Europa, la Peste Negra y la Guerra de los Cien Años, comenzaron a diezmar a la población. En 1390 se hizo cargo del arzobispado de Sevilla el Arcediano de Écija, Ferrán Martínez, alguien que por entonces ya contaba con sobrada fama de espolear a las masas dando a entender que el rey no castigaría a los que atacaran a los hebreos. En verano de 1391 la turba asaltó la judería de Sevilla imponiendo el bautismo o la muerte. Las matanzas se extendieron a otras ciudades andaluzas y de las Coronas de Castilla y de Aragón. Las conversiones forzosas se consideraron una señal divina que acabaría con la expulsión de los judíos un siglo después.
El antisemitismo es un fenómeno que se ha dado desde la Antigüedad, comenzando por una aversión teológica que con el paso de los siglos se trasformó en odio sociológico y degeneró en puro racismo. El verdadero hecho diferenciador de España es que ha sido el único país lugar de encuentro de tres grandes religiones. Y de desencuentro. Se sigue, sin embargo, remitiendo a esa España como una época ideal de convivencia y plena tolerancia, cuando ni convertidos en marranos pudieron vivir tranquilos.