Observen el cuadro y admiren la representación canónica de un príncipe. Sobre fondo oscuro y postura frontal se siluetea el infante, de unos doce años de edad, con rostro luminoso y relajado. Quien lo ha pintado quiere llevar la atención del espectador hacia su flamante atuendo, un jubón pespunteado de seda adamascada dorada y calzas acuchilladas del mismo tono y delicado dibujo, negra gorra de copa aplastada y espada al cinto. Sobre los hombros lleva una suntuosa cuera coronada de suave piel de lobo cerval. Pero quien lo ha pintado sabe que la expresión del príncipe no se corresponde con su carácter, y quiere hacer olvidar su cuerpo maltrecho y la verdad de su deformidad, tan sólo insinuada en una arruga casi inadvertida del tejido. A través de la ventana se distingue un águila con una columna entre las garras, símbolo de un nuevo Hércules destinado a heredar la monarquía hispánica.
Este es el conocido retrato con el que el renombrado pintor de cámara Alonso Sánchez Coello cumplió con la misión para la que fue contratado, realzar a la persona siguiendo la norma de añade belleza donde la naturaleza ha fracasado. El artista pintó al Príncipe Don Carlos no como era, sino como su padre deseaba que fuese, encubriendo la realidad de quien había nacido con graves trastornos y malformaciones, producto quizás de la doble consanguineidad de sus padres. Ocupado Felipe II en el gobierno de un enorme Imperio, la razón de estado hizo que desde su nacimiento el príncipe nunca fuese tratado como un hijo. Ya desde la primera infancia dio sobradas muestra de dejarse llevar por violentos accesos de cólera, de malgastar su excelente memoria en recordarle a quien quisiera sus detalles más hirientes, de su intolerancia a cualquier tipo de frustración y su incapacidad de interpretar los fracasos, de sus excesos en las comidas y su falta de atención en los estudios, de su temperamento caprichoso, hostil e irritable. A medida que fue creciendo Don Carlos comenzó a exhibir una salud frágil y una constitución débil y poco agraciada. Excesivamente pálido, tenía un hombro más alto que el otro, la pierna derecha más corta que la izquierda, el labio belfo, el pecho hundido y algo de joroba, además del acusado prognatismo marca de la casa.
Intentando corregir tanta anomalía, en 1562 fue enviado a Alcalá de Henares en compañía de su tío Juan de Austria y su primo Alejandro Farnesio. Al parecer, en una correría nocturna se dio un mal golpe en la cabeza por el que estuvo a punto de perder la vida. Entre fiebres y delirios, para salvársela los galenos iniciaron una trepanación no consumada, le aplicaron un ungüento moruno, incluso introdujeron en su cama la momia de San Diego, santo muy venerado en aquel pueblo. Al recuperarse, su personalidad se acentuó, por lo que el Rey sin muchas explicaciones lo fue apartando al desconfiar en la capacidad de su hijo para gobernar. El conflicto definitivo estalló con ocasión del nombramiento del Duque de Alba como Gobernador de Flandes, puesto que el Príncipe ambicionaba. A raíz de aquello, amenazó al duque jurando matarle y comenzó a maniobrar descaradamente contra el Rey, tramando un plan de huida para ponerse al frente de los rebeldes flamencos. El mismo día que había proyectado fugarse a los Países Bajos, el Rey se presentó en sus habitaciones mandando tapiar puertas y ventanas, condenándolo a un severo aislamiento que no permitiría infringir a nadie. Profundamente desesperado, se paseaba desnudo y dormía con grandes cantidades de nieve en su cama hasta que a los seis meses, después de no probar bocado durante diez días, murió.
El primero que urdió la trama acusando a Felipe II de haber matado a su hijo, fue Guillermo de Orange en su Apología, en la que presenta a Don Carlos como un joven idealista victima de un tirano. Le siguió Antonio Pérez en sus Relaciones; perfeccionaron la tenebrosa leyenda del desgraciado infante los franceses, para los que se convirtió en una obsesión. La forma literaria se la dio Saint Real en su novela histórica Don Carlos, publicada en Ámsterdam un siglo después de la muerte de Carlos. Otros muchos autores dramáticos siguieron su huella, hasta llegar a quedar universalmente inmortalizada en la literatura y en la ópera por Schiller y por Verdi en sus respectivos Don Carlos.
Hasta hace poco tiempo no se ha sabido que el Príncipe Carlos pudo haber sido objeto de un proceso rápido y secreto al descubrirse una reprobable relación amorosa entre Don Carlos y su madrastra, Isabel de Valois, hija del rey de Francia, con quien tuvo planes de boda hasta que el rey prudente decidió ocupar su puesto en el altar. También por abanderar el príncipe los ideales de libertad del pueblo flamenco. Parece ser que incluso fue objeto de torturas y que a consecuencia de éstas se confesó culpable. Para empañar el nombre del Rey, y abrir una nueva página de nuestra leyenda negra.